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Ir a mores

No todo es bueno cuando evocamos el pasado. Sin embargo, más allá de cualquier postura retrógrada o romántica recordamos y añoramos ese contacto más directo con la verdadera riqueza de nuestro valle: su naturaleza. ¡Echémonos al monte, venzamos los “artos”, vayamos “por mores”!
Recuerdos a media tarde

Carlos Vega Zapico

 

 

¿Vamos a mores?

 

Septiembre era para los “guajes”, de mi época un mes un tanto especial. Suponía la vuelta de vacaciones, el reencuentro con los habituales amigos y compañeros, la celebración de nuestras tradicionales Fiestas del Cristo de la Paz con lo que todo eso conllevaba –caballitos, carrozas, alumbrado, gigantes y cabezudos- y el nerviosismo de la vuelta al colegio. Pero, también, en nuestros ratos libre, suponía algo habitual en aquellos tiempos: “ir a mores”.

Desde que comenzaba el calor allá por últimos de junio primeros de julio, observábamos como “en los matos” de todo el Valle, iban apareciendo esas pequeñas flores de color blanco y/o rosa/malva/violeta que poco a poco irían dando paso a unos diminutos puntos que, con el tiempo, sería el  fruto de la mora. La abundancia de ellas era tal, que no había que esforzarse mucho para obtener una buena cantidad que saciase nuestra infantil ansiedad. Recuerdo como primero las íbamos metiendo en un bote, lógicamente nos “tirábamos” a las más grandes. Luego, después de lavarlas, lo que muchas veces no hacíamos, las pasábamos a una botella de cristal que generalmente solía ser de algún refresco de la época. Con un palo, que previamente habíamos preparado, comenzábamos a machacarlas hasta lograr sacarles el zumo que chupábamos del palo como verdadero manjar hasta quedar saciados. Lo del palo que servía de “machacante” tenía su pequeña historia. Solía ser  una rama  de castaño que pelábamos, lo suficientemente gruesa como para que no rompiera a la primera intentona del “proceso productivo”. Otras veces era de ablano que por lo general eran más derechas y más gruesas. Había quien la guardaba de una ocasión para otra, lo cierto es que los primeros “chupes” resultaban de lo más desagradable, quizás por la mezcla de la sabia de las ramas con la mora, luego, poco a poco el sabor iba cambiando haciéndose cada vez más agradable al paladar. Era un ritual que repetíamos una y otra vez día tras día. No sabíamos, nosotros, que la mora era depurativa, tónica, antiescorbútica, ni que su jugo podía usarse para gargarismos en caso de anginas, aftas y/o estomatitis. Simplemente formaba parte de nuestro entretenimiento infantil. Desgraciadamente nuestro ritual solía terminar con la camisa llena de unas manchas negras que haciendo caso del dicho popular “la mancha de una mora con otra verde se quita” hacíamos más grandes al “resfregarlas” para intentar llegar a casa sin rastro de ellas. Claro está que no lo conseguíamos por lo que la tarde solía terminar con el castigo correspondiente.

 

Años más tarde, volví a  pasar una tarde cogiendo moras, en poco tiempo media botella de ellas que luego con tranquilidad y cuidado machaqué y saboree al “viejo estilo”. Como la recolección fue demasiado abundante dediqué parte a la preparación de una tarta casera que hizo las delicias de quienes tuvieron la oportunidad de probarla. Recordamos viejos tiempos y nos comprometimos a repetir la experiencia infantil con algunos años de más porque recordar también es vivir.

 

Cumpliendo inexorablemente con el ciclo de la sabia naturaleza, aún no han desaparecido las moras cuando ya los castaños comienzan  a mostrarnos  los primeros “oricios” que, con tiempo adecuado, darán paso a la sabrosa castaña que tanto abunda en nuestro Valle. Pero, ese, es otro tema para recordar cuando llegue el tiempo “de ir a elles”.

 

 © Carlos Vega Zapico,  Valle del Turón, septiembre de 2014