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Y de postre casadielles

Un sabor, un olor…les casadielles. Un recuerdo gustativo, como el de les castañes asaes, que nos devuelve los mejores momentos de nuestra infancia: el calor indescriptible de la cocina de carbón y el cariño insustituible de los nuestros. No son les casadielles de todo el año. Son las de Carlos Vega. Son las nuestras
Recuerdos a media tarde
 
Carlos Vega Zapico

 

 

Ya quedan pocos días para que un nuevo año haga su entrada, como siempre, de maneta triunfal. Uno, como en el anuncio de una conocida marca de turrones, "vuelve a casa por Navidad". Vuelve a reencontrase con familiares y amigos pero, llegado a una edad, las cosas se ven de manera diferente. Y, es entonces cuando ante las negras teclas del ordenador me vienen los recuerdos de estas fechas que en años pasados deseabas y ahora quieres que pasen a toda prisa. A la mesa de la cena de Nochebuena ya falta gente y eso, con el paso de los años, se nota. Pero, sin entrar en pesimismos y tristezas, si hay algo que año tras año recuerdo con toda la ilusión del mundo es: el hacer les casadielles

 

En mi casa, como en otras muchas, quiero recordar, era todo un ceremonial. Primero, una tarde, nos poníamos en torno a la gran mesa de mármol blanco que había en la cocina provistos de un pequeño martillo con el que, mediante un golpe seco, íbamos partiendo las duras cáscaras de las nueces. No era raro que alguno de los golpes fuese a parar a los dedos con el consabido jolgorio del respetable y la indignación de quien lo había sufrido."Uno menos a repartir" solía decir mi padre, con lo que el dolor pasaba de manera milagrosa. Luego, con toda la paciencia del mundo íbamos  sacando la nuez propiamente dicha que, algunas veces, por estar verdaderamente pegada tenía sus dificultades. ¡Ay cuando salía una entera!, nunca llegaba entera a la fuente donde poco a poco las depositábamos viendo con alegría como aumentaba "el montón". Era entonces mi madre quien regañaba: "si les comeis ahora, luego nun protestéis porque nun hay casadielles, porque nun salen". Miradas cómplices entre los participantes en la tarea queriendo hacer realidad aquello de que "mientras se hace esta tarea tenemos que estar hablando para no comer nada" que solía decirse en estos casos de trabajo colectivo familiar y tarea concluida con las últimas nueces compradas días antes en el "conomato de los Cuarteles".

 

Con la fuente repleta y a buen recaudo, por mi madre que no se fiaba de nosotros, llegaba una operación un tanto delicada. Había que machacar la nuez para hacer el engrudo. Recuerdo que en los primeros años se machacaban en un mortero y luego se pasaba sobre ellas una y otra vez una botella para tratar de deshacerlas del todo, pero, una año, apareció en casa -quiero pensar que lo habría comprado mi padre- un artilugio de color rojo con una tapadera de madera que a modo de molinillo sujeto en la propia mesa hacía las delicias de los más pequeños. Todos queríamos llenar la pequeña cavidad, en la parte superior, donde se depositaban las nueces y todos queríamos dar al "rabil" para molerlas. Así que, sabia la decisión de "los mayores": "una vez cada uno". Con tanto cambio, no era raro que de vez en cuando el molinillo se soltase y todo se fuera al suelo con la consabida bronca, suponiendo que el contenido cayera por entero en el recipiente colocado al efecto. El tema era verdaderamente complicado, pero la jornada resultaba de lo más familiar que uno, ahora, pueda imaginarse, aunque, la verdad sea dicha, quedábamos un poco decepcionados al ver como la cantidad había menguado, ocasión que año tras año, aprovechaba mi madre para sentenciar: "veis, ¿no os lo decía yo?, al final, queda en nada. No sé si esti añu comeremos casadielles". Un tanto apenados y tras recoger todas las cáscaras que había esparcidas por la cocina  y que servirían para al día siguiente prender la vieja cocina de carbón, dábamos por concluida la primera jornada no sin antes hacer la pregunta de rigor: "Mamá, ¿seguimos mañana?".

 

Una vez molidas todas las nueces se hacía el "engrudo" que, quisiera recordar, era la misma cantidad de nuez que de azúcar, bien revuelto - lo que llevaba su tiempo- para luego echarle un poco de anís, que siempre medía con aquellas diminutas copas de cristal cuya marca estaba señalada por una línea marcada de color rojo que se perdía con el uso y el tiempo. Hecha la mezcla y tapada con un paño, quedaba guardada de toda mala intención, quedándonos el único recurso de rebañar, hasta la saciedad, aquellos restos que podían quedar. Recuerdo como, al día siguiente, mi madre hacía aquella pasta que había aprendido a hacer en un curso de  la Escuela Hogar que había dado aquella gran cocinera que era Emilia. Como la estiraba con el viejo rollo de madera y como milimétricamente partía, con la punta del cuchillo, la medida exacta que mi tía Carmina rellenaba de aquella deliciosa mezcla de nuez. Ah, misión de los guajes, que esperábamos pacientemente mientras se trabajaba en aquella mesa enharinada, era la labor de cerrar los laterales de les casadielles con el tenedor. Ya solo quedaba freírlas en un aceite bien caliente y, una vez sacadas de la sartén espolvorearlas con azúcar al depositarlas en aquellas largas fuentes de porcelana blanca. Si al final, cosa que solía pasar, sobraba algo de pasta, ¡de tirar, nada! se aprovechaba para hacer algún que otro "canutillo usando aquellos molde de hoja de lata que había hecho mi tío Pipi - hombre de grandes dotes manuales- aprovechando una lata de aceite y que todavía se conservan por casa como verdaderas joyas. Luego, se rellenaban de "crema pastelera" hecha a base de yemas de huevo, leche, azúcar, harina y creo que alguna que otra corteza de limón. Sencillamente ¡deliciosos!

 

Con el paso del tiempo, las cosas fueron cambiando, dejaron de hacerse aquellas casadiellas cuya pasta fue sustituida por otra de hojaldre que, sinceramente, no nos hacía "ni fu ni fa" aunque cuando mi madre preguntaba ¿qué tal están? todos respondiésemos con la mejor de las sonrisas ¡una verdadera delicia!. Más tarde, pasaron a comprarse en una confitería y no volvieron a hacerse más, aunque, año tras año y sin falta de decirlo en voz alta, todos echábamos de menos aquellas deliciosas casadiellas que anunciaban la llegada de la Navidad a nuestra casa.

 

Que el año que está a punto de llagar, venga cargado de ilusión y vea como se cumplen todos vuestros deseos. Ah, se me olvidada, y que disfrutéis en familia de unes buenes casadielles, aunque ¿qué queréis que os diga?. Como les que hacía mi madre, ¡ninguna!

                                                             

© Carlos Vega Zapico, Valle del Turón, Navidad 2014