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El entierro de don Vicente

Eran de Turón, invirtieron en él y levantaron fortuna a base de carbón. Desde 1929, los “Figaredo”, lujosamente instalados en el ya casi mítico chalé, velaban por el valle como algo suyo. Pasada la iglesia, cruzados el puente del tren y Peñule, la llama del horno y el olor del cok escudaban los castilletes y las escombreras. Grupo Figaredo, primera cuenta del rosario negro de un valle horadado por sus pozos y sus minas. Don Vicente se fue con la inauguración pero también a lo grande, un memorable funeral y un enlutado tren fúnebre hacia Oviedo con sus abundantes crespones y coronas, centenares de mineros, parientes y amigos.

DE LO NUESTRO  

 

Historias Heterodoxas 

 

El chalé de Figaredo es, como ustedes saben, uno de los edificios más notables de las Cuencas y alberga desde hace años la sede del Centro de Cooperación y Desarrollo Territorial de la Universidad de Oviedo. Sólo he estado en él una vez; fue hace años, cuando la Asociación «La Griesca» me invitó a dar una charla sobre la historia del lugar con motivo de las fiestas patronales, y aún recuerdo que lo primero que me encontré al entrar en la sala fue a quienes me habían llamado limpiando el suelo con unas fregonas.

La explicación insólita que me dieron es lo que hace que no lo olvide: en el programa de actos me había precedido Nel Amaro con una de sus «performances»; no sé si se trataba de algo relacionado con una recreación de un lavadero de carbón o si había roto aguas en el escenario en el curso del parto de los montes, pero el caso es que cuando puso fin a su actuación hubo que retirar un enorme charco para poder colocar el atril necesario para la charla. Todo sea por el arte.

El chalé, inaugurado en 1929, es una obra del arquitecto Enrique Rodríguez Bustelo y se diseñó con el afán de que fuese la vivienda más lujosa de Mieres, como una exhibición del poder económico de sus dueños, la familia Fernández, un apellido tan vulgar que, como no le decía nada a nadie, ellos no dudaron en cambiar por otro a la medida que les identificase allá por donde fuesen recordando de paso su origen y también el lugar donde habían hecho su fortuna: Figaredo.

Los Fernández eran una familia pudiente, oriunda del valle de Turón, que durante generaciones había vivido de las rentas de las numerosas fincas de labranza que poseían en la zona. Había otros linajes como ellos, e incluso mucho más ricos, pero ninguno vio la oportunidad de invertir en la minería del carbón cuando empezaron a explotarse las primeras galerías en la zona. Vicente Fernández Blanco fue la excepción y lo siguió Inocencio Fernández Martínez de Vega y luego sus hijos; de manera que desde mediados del siglo XIX y casi hasta que la mala fe del Gobierno y la incompetencia de los sindicatos cerraron las minas la saga estuvo dirigiendo la vida del valle y enriqueciéndose con el mineral que salía de sus generosas entrañas. 

Fueron la excepción en una región en la que prácticamente no existieron inversiones autóctonas y los capitalistas llegaron desde Cataluña, la Rioja, Cantabria, el País Vasco, Inglaterra y Francia; y además su participación en los negocios no quedó limitada a un par de generaciones como en otros casos, sino que pudo mantener su pujanza hasta el tiempo que nos toca vivir.

Inocencio Fernández explotó con éxito el Coto La Paz, que a finales de la década de 1870 ya producía 12.000 toneladas de carbón anuales, pero promovió también la creación de Minas de Riosa e invirtió en otras empresas tan rentables como la Panadería Modelo de Mieres o el Ferrocarril Vasco-Asturiano. Cuando murió, en 1918, sus hijos ya tenían sus propios negocios, pero no dudaron en juntarse en un ambicioso proyecto que iba a garantizar sus capitales en caso de un improbable descubierto que nunca llegó a producirse: el Banco de Oviedo. 

Quien mandó construir el chalé volvía a llamarse Vicente como el patriarca, pero su primer apellido ya era Figaredo y el segundo, suficientemente conocido de ustedes, Herrero, evidenciando que había empezado la política de alianzas matrimoniales con otras familias poderosas que ya iba a ser habitual en la familia.

Vicente Figaredo Herrero supo multiplicar su herencia diversificando también sus intereses, pero sin abandonar los negocios del carbón. Había estudiado en la Escuela de Minas de Madrid, para pasar después una temporada en Lieja con su hermano Isaac. El uno pudo conocer de cerca las técnicas de explotación más modernas de la época, y el otro se especializó en los entresijos del comercio, de manera que ambos pudieron adquirir la experiencia que les permitió situarse al frente de los negocios de la saga cuando se inicio la I Guerra Mundial y llegaron las vacas gordas para la hulla asturiana.

Don Vicente se convirtió en presidente de Hulleras de Riosa y formó parte del consejo de administración de la Sociedad Minera del Caudal y del Aller, fundada en 1916 con un capital de 5.000.000 de pesetas que asumían en su mayoría accionistas franceses, pero donde también figuraban inversores más próximos como José Tartiere, con el que también participó en los vastos negocios de la Industrial Asturiana; intervino a la vez en los de Fábrica de Mieres y la Hullera del Rosellón y Santofirme y, por supuesto, estuvo entre los fundadores del Banco de Oviedo junto a los Masaveu, los Caicoya y el mierense José Sela, y del Banco Gijonés de Crédito.

Por supuesto, no fueron éstas sus únicas empresas: una de sus incursiones más peculiares estuvo en los negocios navales, en los que participó junto a Luis Ibrán y los hermanos Caicoya aprovechando la fuerte demanda de carbón que precisaban la industria y el ferrocarril a principios del siglo XX. Su naviera contaba con cuatro buques con los que se realizaban principalmente transportes de mineral entre Asturias, Bilbao y Barcelona; y como las ganancias eran suculentas, Vicente Figaredo acabó formando su propia compañía en 1926, aunque con sólo dos barcos: el «Inocencio Figaredo» y el «Santofirme», que acabaría siendo rebautizado con su propio nombre.

Por esas cosas de la fatalidad, ésta fue una nave con gafe desde el momento en que falleció su propietario. Cuando adquirieron el «Santofirme» ya tenía años de más y su maquinaría anticuada fallaba constantemente; por ello en aquel mismo 1929 fue necesario hacerle una revisión general en el astillero Euskalduna de Bilbao que forzó a dejarlo un mes en el dique seco y supuso una factura de 115.000 pesetas. Dos años más tarde volvió otra vez a detener su singladura, esta vez por una huelga de su tripulación, y en 1933, cuando ya lucía en su proa el nombre de Vicente Figaredo, una vía de agua obligó a remolcarlo desde el Mediterráneo, donde estaba efectuando un transporte de carbón, hasta Bilbao, donde los Figaredo decidieron venderlo para chatarra.

Volviendo al chalé, lo que nunca se imaginó su propietario es que el mismo año de su inauguración iba a colocar allí su propia capilla ardiente, y es que Vicente Fernández Blanco falleció poco antes de las diez de la noche del 28 de julio de 1929, cuando aún vivían su madre, Dominica Herrero, y sus hermanos Guadalupe, Amparo, Alfredo, Isaac, Ismael, y Nicanor, los tres últimos ya residentes en Gijón. Como verán, se trataba de una familia numerosa, aunque sus ramificaciones no habían hecho más que empezar. Para que se hagan una idea, sin ir más lejos, Ángeles Sela y Sela, la viuda de Vicente, quedaba en aquel momento al cargo de ocho hijos: Inocencio, Aurora, Vicentín, Antonio, Alberto, Dominica, José María y Juan.

Lógicamente, por el chalé pasaron en aquellas horas las mayores fortunas de la región a testimoniar su pésame. En aquel momento presidía la Unión Popular José Sela y Sela y por ello los componentes de sus comités provincial y local se personaron en pleno junto a los allegados y recomendaron a sus afiliados la asistencia a las ceremonias religiosas. A los dos días, a las diez de la mañana del martes 30, se celebró el funeral de córpore insepulto de más tronío que se ha visto hasta el momento en la iglesia parroquial de Figaredo, aunque no hubo entierro porque la familia prefirió llevar el cadáver hasta su panteón ovetense.

Ya les he dicho más arriba que el finado y los suyos tenían mucho que ver con el Ferrocarril Vasco-Asturiano, por ello a nadie le extrañó que la compañía dispusiese especialmente un tren fúnebre para el traslado. Puntualmente, como estaba previsto, a las 11.35 salió desde la estación de Figaredo un convoy en el que viajaban centenares de mineros de sus explotaciones, con un vagón especial engalanado con crespones y coronas de flores donde iba el cuerpo del finado acompañado por sus parientes y amigos cercanos. Una hora más tarde ya estaba en la capital, donde esperaban más trabajadores que se habían adelantado en otros trenes y una multitud que en muchos casos había llegado desde otras localidades en automóviles, ocasionando uno de los primeros atascos que registró la historia ovetense. Una vez allí, el ataúd fue transportado por los obreros hasta la carroza fúnebre, que echó a andar flanqueada por ordenanzas del ayuntamiento de Mieres y del Banco de Oviedo y, seguida por una enorme comitiva, emprendió el camino hasta el cementerio del Salvador donde fue inhumado.

Mientras tanto, bastantes ovetenses se acercaron hasta el Banco de Oviedo, del que era presidente en el momento de su muerte, para firmar en los pliegos de condolencia que allí se exponían y acudieron también al día siguiente a otro funeral, esta vez en la iglesia de San Juan el Real. A las pocas horas volvía a trabajarse en Figaredo.

Sic transit gloria mundi, que diría el clásico y que no significa otra cosa que aquí, pobre o rico, no se queda nadie.

 

© Ernesto Burgos , para www.elvalledeturon.net , marzo  2018