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El milagro de la Rebaldana

El pozo Santa Bárbara fue la joya de la corona minera de Hulleras de Turón. Sus castilletes hoy, desafiando el tiempo, presumen como brillantes reliquias arqueológicas de un patrimonio industrial reconocido Bien de Interés Cultural. Conquistada su rehabilitación, la escasa programación de visitas y las propuestas de contenido aún por aceptar, La Rebaldana sigue silenciosa. Sorprendentemente sus erguidas torres de metal, altivos signos exteriores de la riqueza del suelo, hablan por sí solas. Un mundo de estruendo, choque de vagones, pozos escupiendo carbón y jaulas descargando exhaustos mineros ennegrecidos. Una colmena febril de trabajadores afanados desafiando resignados las capas subterráneas e intentando resguardar sus vidas. Ernesto Burgos, entre pudor y tributo, evoca una de las tantas historias en las que el carbón decidía de la vida y de los milagros.

DE LO NUESTRO

 

Historias heterodoxas

 

El pozo Santa Bárbara –La Rabaldana- está emplazado a la orilla de la carretera que va de Figaredo a Urbiés, en la parroquia turonesa de San Andrés. Empezó a construirse en 1913 para explotar un yacimiento que se corresponde con las capas inferiores de los grupos de montaña de San Víctor y de San Pedro a instancias de la empresa Hulleras del Turón y prolongó su actividad hasta el 31 de julio de 1995 cuando subió el último relevo, dejando solo la actividad imprescindible para el área de ventilación y las  tareas mínimas de mantenimiento.

En su origen llegó a los 115 metros de profundidad y cuando le llegó el cierre, de la mano de  HUNOSA que llevaba unas décadas con la propiedad, contaba con dos pozos. El principal, por el que se sacaba el carbón y el escombro que siempre lo acompaña, tenía entonces una profundidad de 432 metros y ocho plantas. El segundo se destinaba  a la entrada del personal y al acarreo de materiales de explotación y descendía 534 metros organizado en 11 plantas, y aún existía un tercer acceso al yacimiento construido mediante un pozo plano a unos 2 kilómetros de este complejo, abierto para facilitar el acceso de personal y suministro de materiales por la zona Este.

La mayor parte de las instalaciones primitivas se levantaron en torno a 1920 y entre 1960 y 70 lo hicieron el resto de las edificaciones. No les voy a describir ahora estas construcciones, pero quiero recordarles la importancia que tienen para la arqueología industrial, confirmada oficialmente el 27 de enero de 2010 cuando el Consejo de Gobierno del Principado de Asturias declaró  el conjunto histórico, de este pozo mierense, como bien de interés cultural (BIC).

Resulta difícil saber el número exacto de mineros que trabajaron en La Rabaldana y que en algunos casos pertenecieron a varias generaciones de las mismas familias, día tras día, con sol y con lluvia, en medio de huelgas y de períodos de una actividad frenética. Pueden imaginarse que el rosario de accidentes con la correspondiente lista de muertes que inevitablemente acompaña siempre al mundo de la minería es larguísimo en este enclave.

Hace tiempo llevé a las páginas de La Nueva España un caso curioso ocurrido en este pozo, con intervención fantasmal incluida, que acabó teniendo su propio espacio en un programa en máxima proyección de la televisión nacional. En aquel momento hubo opiniones para todos los gustos, pero lo importante es que nadie se sintió ofendido y en Turón se pasaron un par de días entretenidos con el rodaje.

Hoy voy a contarles la historia de otro accidente, que a pesar de cerrarse desgraciadamente con un fallecido, se consideró en su momento como un milagro porque se salvaron otros tres compañeros cuando ya nadie lo esperaba. Fue en 1960, en el momento más álgido de este valle que había llegado a censar pocos meses atrás el número más elevado de habitantes de su historia: 19.000, y con una plantilla en la empresa minera de nada menos que 6.400 trabajadores.

La producción de hulla lavada también era la mayor que nunca se había visto, ayudada por la progresiva introducción de palas mecánicas cargadoras, martillos neumáticos perforadores e inyección de agua en los tajos de arranque y además la seguridad también estaba dando un vuelco en positivo con la introducción progresiva de los cascos protectores y las lámparas preparadas contra el grisú.

Pero a pesar de ello, la desgracia llegó en forma de un enorme derrabe el martes 20 de noviembre de aquel año en la capa 23 del pozo. Afectó solamente a una galería, pero sus dimensiones eran tales que desde un principio se desesperó de encontrar con vida a los mineros que estaban trabajando en aquel tajo y habían quedado aislados. Al día siguiente la prensa proporcionaba sus identidades. Se trataba de dos vigilantes: Juan Antonio González Álvarez, de 33 años, vecino de Ujo y Jesús Álvarez García, de Mieres, y de dos picadores: Manuel Fernández Lago, de 37 años, de Figaredo y Senén Vázquez, de 32 años y vecino de Turón. Desde el primer momento la Brigada de Salvamento de la Cuenca del Caudal dejó claro que su impresión era pesimista y ante el desconocimiento del lugar aproximado en el que podían haber quedado los cuerpos se decidió avanzar por dos puntos distintos extremando las precauciones para que el desastre no fuera aún mayor.

El día 22 prosiguieron sin descanso los intensos trabajos de la Brigada reforzada por turnos de trabajadores voluntarios, que se movían –según las informaciones oficiales- bajo la supervisión directa del ingeniero jefe de Fábrica de Mieres intentando  acercarse por todos los medios hasta los mineros sepultados, pero la dificultad era tanta que a media tarde se anunciaba que se tardarían al menos otras 12 horas en producirse novedades y que a esas alturas las posibilidades de que pudiesen haber sobrevivido eran casi nulas.

Al llegar la madrugada la expectación entre los familiares y amigos que esperaban ansiosos cualquier noticia era máxima y entonces llegó un pequeño rayo de esperanza cuando se supo que los equipos de salvamento habían dado por fin con el punto en el que se suponía que tenían que encontrarse en el momento del accidente. Allí los daños eran enormes, pero no había ni rastro de los cuerpos, lo que abría la posibilidad de que en el momento del desprendimiento ellos hubiesen estado en otro lugar, que por fuerza tenía que ser la galería.

Ahora ya había una dirección concreta a la que dirigirse y mientras abajo se redoblaban los esfuerzos, en la superficie se contenía la respiración esperando un milagro. Y finalmente, éste se produjo: sobre las 3 de la madrugada, tres de los sepultados entraban en contacto con sus rescatadores fundiéndose con ellos en el abrazo más inolvidable de sus jóvenes vidas. Estaban vivos y sin un solo rasguño. Efectivamente, habían tenido la enorme suerte de encontrar refugio en la galería y conociendo las experiencias anteriores de otros veteranos que habían pasado por situaciones parecidas supieron reaccionar con calma y permanecer unidos racionando los pocos alimentos que llevaban encima y apagando las lámparas, para aprovechar al máximo su carga.

Pero a la alegría por volver a encontrarse con los suyos se le sumó inmediatamente la preocupación por el cuarto compañero, que no se encontraba junto a ellos cuando la pared se había venido abajo, lo que hacía suponer que su destino había sido otro muy diferente, así que la faena se reanudo inmediatamente.

Las horas pasaron lentamente hasta que el día 24 una falsa alarma volvió a  provocar algunas ilusiones. En un momento del avance parecieron oírse sonidos ahogados que provenían del otro lado de la muralla de carbón y los periodistas plantearon la posibilidad de que Senén también siguiese con vida y pudiese ser rescatado aquella misma madrugada. Nunca se supo lo que habían sido aquellos ruidos, pero,  aunque se trabajó con denuedo, los días fueron pasando sin que se repitiesen, volviendo a traer la certeza de la muerte del minero.

Fatalmente, el día 27, al cumplirse la semana del accidente, el equipo de auxilio pudo llegar hasta el relleno del  derrumbamiento para encontrar allí el cadáver de Senén Vázquez. Estaba en el mismo lugar en el que tenía que haber trabajado aquel día, lo que hizo suponer que la muerte había sido instantánea. Poco consuelo para los demás, que lo sacaron al exterior rompiendo así la espera y la posibilidad de que hubiese corrido la misma suerte que sus afortunados compañeros.

Pero el destino, que tiene estas cosas, quiso también que aquel mismo día se registrase otro accidente mortal en el Nalón; fue en el pozo "María Luisa" de la empresa Duro-Felguera donde el vagonero Julián Martínez Arias, natural de Galicia y con residencia en el barrio de Santa Bárbara cuando estaba descargando un vagón de tierra en el interior quedó aprisionado por causas desconocidas entre el basculador y la caja, falleciendo en el acto.

A pesar de todo y en medio de tanta fatalidad, la aventura de los tres rescatados se celebró como una victoria ante la muerte. Pero desgraciadamente, esta siempre acaba ganando y, como si quisiera demostrarlo, en diciembre de 1992 volvió otra vez a La Rabaldana, esta vez a la capa 41,  para tomarse la revancha segando las vidas de otros cuatro trabajadores en un suceso muy parecido al ocurrido en 1960. En esta ocasión no se produjo el milagro.

Y es que la lista de accidentes ocurridos en nuestras minas es tan larga que podríamos llenar mil páginas con historias similares.

 

© Ernesto Burgos , para www.elvalledeturon.net , julio 2018