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Los amantes de San Andrés

Son historias olvidadas, algunas trágicas, otras felices y la mayoría con dosis desajustadas de uno y otro. Así es la vida. Historias insólitas y sorprendentes compartidas por los mayores, en tiempos desconectados, al calor de la cocina de carbón. Las más notables llenaron las columnas de nuestros periódicos y la memoria de nuestros antepasados. Ernesto Burgos pasea su investigación con éxito por esos mundos.

DE LO NUESTRO

Historias Heterodoxas

 

Los amantes de San Andrés

 

Casimiro Fernández Iglesias y María Asunción González Viesca se pegaron un tiro en la cabeza en 1913 ante las dificultades para contraer matrimonio .

Hace unos años, Quilino el de Polio me contó esta historia de amor y muerte: la tragedia de dos jóvenes que prefirieron pasar unidos al otro mundo en vez de vivir separados en éste. Quilino, paradigma de hombre integro y solidario, es actualmente el mejor testigo de las luchas del siglo XX en nuestras cuencas, pero a la vez guarda un sitio en su memoria para esos otros acontecimientos que le transmitieron sus mayores y que no quiere que se pierdan en el olvido.

Uno de los protagonistas del drama fue un joven llamado Casimiro, que en el momento del suceso contaba 26 años. Era hermano del abuelo de Quilino y por eso en la familia siempre se guardó su recuerdo y el del triste suceso que puso fin a su vida. Incluso su fotografía pudo sobrevivir al paso del tiempo, pero faltaba encontrar la fecha del drama y, sobre todo, ponerle nombre a la mujer que una mañana soleada, hace ya más de un siglo, unió para siempre su sangre con la de su compañero.

La búsqueda no fue fácil, ya que los suicidas no dejan huella en los libros de la Iglesia y la casualidad quiso que la anotación del juzgado se convirtiese en humo cuando el registro de aquella defunción se quemó en la revolución de octubre de 1934.

Finalmente, gracias a la labor que la familia Varela está haciendo en su página elvalledeturón.net componiendo toda la genealogía de sus vecinos y a que los hechos se recogieron en su día en una pequeña reseña de la portada del diario El Noroeste, ahora podemos recomponer la historia de aquellos amantes que nos lleva por sus circunstancias a las que inspiraron el teatro de Federico García Lorca y también inevitablemente a la gran tragedia Romeo y Julieta, de William Shakespeare. Solo que esta vez el destino quiso cambiar la noble ciudad de Verona por el pequeño pueblo de San Andrés –o Santandrés, si lo prefieren– de Turón.

El 23 de marzo de 1913, dos novios sellaron para siempre su relación, pero sus alianzas no fueron de oro, sino de plomo. Ella se disparó un tiro de revolver y él la correspondió apretando el gatillo de su pistola. No hubo explicación oficial y las familias tampoco dijeron nada sobre los motivos de aquella acción sin vuelta atrás; apenas una pequeña nota escrita apresuradamente que se encontró al lado del cuerpo de la mujer: “Me suicido; no se culpe a nadie de mi muerte”.

Alguien comentó que unas palabras podían haber evitado las muertes. Unas frases hechas para un ritual que nunca llegaron a pronunciarse y que ella esperaba escuchar cada domingo en la misa de doce, hasta que la impaciencia dio paso a la desesperación. Como un pequeño homenaje a su memoria, ahora escribimos aquel pregón que debío decirse en 1913:

“Quieren contraer el Santo Sacramento del Matrimonio, por palabras del presente, como manda la Santa Madre Iglesia y el Derecho Canónico dispone: don Casimiro Fernández Iglesias, natural de Villandio e hijo legítimo de don José Miguel Fernández y doña María Rosario Iglesias, con doña María Asunción González Viesca, natural de San Andrés e hija legítima de don José González y doña Leandra Viesca. Si alguna persona supiera algún impedimento por el cual este matrimonio no pudiera celebrarse, tiene la obligación de manifestarlo y de no hacerlo, quedaría bajo la pena de pecado mortal”.

El último domingo de sus vidas, ella tuvo el presentimiento de que por fin se iba a hacer público el anuncio de su compromiso y pidió a Casimiro que estuviese a su lado en la misa, pero otra vez el silencio del sacerdote se clavó en su corazón; en esta ocasión para herirlo de muerte.

Los dos abandonaron el templo en silencio y con la cabeza baja para dirigirse carretera arriba hacia la cuesta de El Lago, donde vivía Asunción; cuando llegaron, ella entró en la casa mientras él se sentó a esperar, sentado en un muro frente al corredor de la vivienda que daba vista a la carretera por la que apenas transitaban aún los vehículos de motor.

El cronista de El Noroeste relató así lo que sucedió después: “Asunción González Viesca, de 19 años, soltera, natural y vecina de San Andrés, hallábase a la una de la tarde escribiendo, según referencia de su familia, cuando la detonación de un tiro de revolver alarmó a una hermana de la Asunción, quien apresuradamente corrió a la habitación de ésta, donde la halló agonizante pues se había disparado un tiro en la cabeza.

Momentos después entraban en la habitación un cuñado de la suicida y don Casimiro Fernández Iglesias, novio de la Asunción, éste ante el trágico cuadro que se presentaba a su vista sufrió un acceso de desesperación y sin que nadie pudiera evitarlo se disparó un tiro atravesándose la cabeza, quedando los dos jóvenes en estado agónico”.

Quilino conoce más detalles. Es cierto que Asunción estuvo escribiendo en la habitación, seguramente la nota que se encontró junto a su cadáver, pero cuando decidió poner fin a su existencia quiso hacerlo guardando para siempre la imagen de su compañero y por ello se acercó al corredor y dirigió la vista hacia él. Pero, como si hubiese adivinado lo que iba a suceder, en el último momento, Casimiro también miró a la casa y pudo ver el disparo y la sangre brotando como un clavel macabro en la sien de su amada.

Entonces subió precipitadamente a la vivienda y al llegar a la habitación se arrodilló para acariciar a la joven y arreglar su vestido, luego sacó una pistola de su bolsillo y sin que nadie pudiese evitarlo también apretó el gatillo. No murieron inmediatamente, aún hubo tiempo de avisar al juez, quien se trasladó hasta San Andrés, aunque no pudo tomar declaración a los heridos, que yacieron juntos, desangrándose en silencio hasta que dejaron de existir a las siete de la tarde.

Turón vivía aquel año un momento crucial en su historia. Desde que en 1890 un grupo de industriales vascos se había hecho con los ricos yacimientos de carbón de la zona para fundar la empresa Hulleras de Turón, el valle estaba atrayendo a centenares de familias de toda España que buscaban trabajo en sus minas.

En 1913 concluyó en el paraje de La Rabaldana la profundización del pozo Santa Bárbara, que acabaría convirtiéndose en uno de los más emblemáticos de la Montaña Central y a la vez se multiplicaba la construcción de viviendas obreras que cambiaban apresuradamente la existencia campesina por la vida proletaria. Todos los vecinos, los naturales del valle y los recién llegados, acompañaron al día siguiente al cortejo fúnebre sobrecogidos por el suceso; la prensa contó que 1.300 almas habían seguido a los dos féretros hasta el cementerio en una manifestación de duelo como pocas veces se había visto.

Según parece, los dos suicidas eran de diferente clase social y esta pudo ser la razón que impidió que su relación llegase a buen puerto por la oposición de los tíos de ella, de una familia más acomodada que la de él.

Casimiro era minero. El tercer hijo de un sastre, forzado a aquel trabajo por una cojera que le impedía otras labores y que se esforzaba cada día con su mujer por llevar el pan a un hogar con seis hijos. El primero se llamaba Ramón y acabó alcanzando cierta fama en Argentina como médico naturista; luego vino Teresa y, después de Casimiro, José –el abuelo de Quilino–; otro varón llamado Jesús y, ya en 1893, María Herminia, quien debió de morir muy pronto ya que en la familia no se sabe nada de su existencia.

Para conocer algo sobre Asunción tenemos que volver a elvalledeturón.net y de sus datos deducimos que, según una costumbre muy extendida en la época, pudo haber heredado su nombre de otra hermana nacida dos años antes, que seguramente falleció prematuramente; también tuvo otro hermano llamado Maximino y dos hermanas más. Una fue Bernarda, quien en el momento de los suicidios estaba casada con Manuel Suarez González, el cuñado citado por El Noroeste como testigo de los hechos. La otra María de La Visitación, quien quiso que no se olvidase el nombre de Asunción y bautizó como ella a la hija que tuvo el 27 de febrero de 1915.

Nosotros también queremos honrar hoy la memoria de dos amantes cuya muerte conmovió en su día al valle de Turón. Ojalá hayan encontrado la paz que quisieron buscar juntos aquel primer domingo de primavera.

© Ernesto Burgos , para www.elvalledeturon.net , enero 2017