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Los Cuarteles, una mini ciudad

Los Varela de los Cuarteles. Una saga familiar, con raíces galaico-asturianas y un insigne representante aún por el Barrio San Francisco. Una familia en la que todos los descendientes atesoran sus primeros y más preciados recuerdos en esas viviendas obreras, entrañable refugio, bajo la custodia cariñosa de los abuelos. No era un mundo sino mil, con alegrías conjuntas y a veces tragedias colectivas. Un barrio que nació y creció, rodeado por unas minas y un pozo que también acabaron con él. Hoy es otro y lo demás pasó a la Historia. Pero David, como seguramente muchos de nosotros, no entiende Turón sin su emblemático núcleo. A través de sus recuerdos vuelven los nuestros. Un buen momento para compartirlos y celebrar su centenario.

Mis recuerdos turoneses

 

 

David Varela Fernández

 

 

 

LOS CUARTELES, UNA MINI CIUDAD

RECUERDOS DE DAVID VARELA

 

Yo no sé en qué año fueron mis padres a vivir a los Cuarteles Nuevos. Lo cierto es que en que en 1923 ya estábamos allí porque fue donde  nacimos allí los seis últimos hermanos. Vivíamos en uno de los cuatro pisos más vistosos. Digo esto porque daban al paseo central que iba al “cableario”, al economato o al orfeón por ejemplo. En el n°42 teníamos el corredor que daba hacia el Puente Nuevo y el Ateneo. Además por la ventana de la cocina, que también daba al paseo, veíamos el monte de Cutrifera. Allí estuvimos   hasta que vinieron los soldados para el Ateneo y nos desplazaron al n°27. Mucho más tarde en nuestro piso vivió Arsenio Faes y a continuación Elisa la maestra.

 

INSTALACION Y GUERRA

Nací pues en los Cuarteles Nuevos, en el número 42 el 28 de abril de 1929,  aunque al final no sé por qué en los documentos oficiales figura el 5 de mayo. Según el registro de la iglesia de Turón fui bautizado el día once de mayo de 1929 siendo mi padrino  David García Gómez, que llamaban David el Carreteru porque tenía un carro con un burro con el que bajaba a Mieres los domingos. Llevaba y traía cerdos que compraban o vendían gente de la zona de San Andrés para arriba. También transportaba sacos de carbón. Esta fue una actividad que hizo después de jubilado. Mi madrina fue Luisa López Zarauza, la modista, vecina nuestra, del mismo portal. Me pusieron David por mi padrino que además era primo de mi padre y por consiguiente también de la provincia de Lugo.

Tengo recuerdos, buenos y malos, de entre los cuatro y seis años: mi accidente casero, la muerte de mi hermano Luis en 1936, el estallido de la guerra civil, mis dos hermanos mayores Ramón y Manolo alistados o en el frente y yo acompañando a mi hermano Ricardo a la escuela de la República en La Veguina. De aquella los que tenían hermanos pequeños podían llevarlos con ellos. Recuerdo el nombre del maestro republicano, Don Lucinio.

Allá por 1937, cuando venían los aviones bombardeando sonaba la sirena que había en la central eléctrica de Hulleras del Turón y teníamos que ir a escondernos en las minas más próximas: la Calva, que era el segundo de San José, una bocamina que no se explotaba, Piedrafita o Santo Tomás. En esta última yo nunca estuve pero sí recuerdo  que en uno de esos días de refugio en Santo Tomás una vecina nuestra, Emilia Rico Teso, dio a luz en el polvorín. Al recién nacido le pusieron por nombre Tomasín, como el nombre del grupo minero. También recuerdo el agujero que hizo una bomba, tirada por los nacionales desde un avión, en la carretera la Veguina, delante de la farmacia de Losa. El artefacto mató a un niño de los Cuarteles, si la memoria no me falla, que se llamaba Cayetano hijo de Teófila. Vivían en el número 18 de nuestro barrio.

En 1938 mis hermanos Daniel, Pepe, Celia y yo estuvimos a punto de ser embarcados, como otros tantos niños, hacia otros países europeos.  La cosa sin embargo tuvo un final feliz. No llegamos a subir al autobús que llevaba a los niños al embarcadero de Gijón porque estaba cubierto el cupo para ese día. Nos quedamos pues en tierra. En el pueblo todas las familias tenían que gestionar las carencias de alimentos. Recuerdo cuando llegaron las lentejas peladas que llamábamos “purrela”, les fabes del culo pinto, los “lleros” que no sé lo que eran, parecían semillas redondas, pero amargaban. Llegaba también harina del barco; como decían. Como a mí no me gustaban ni les fabes ni los frejoles comía lo que a nadie le gustaba. 

Cuando en 1939 terminó la terrible guerra civil metieron une centuria de soldados en el Ateneo. Como nosotros vivíamos enfrente nos desplazaron, junto a las otras tres familias del portal, para  alojar a los oficiales del ejército.  Nuestra familia al bajo izquierda del número 27, mi madrina al 25 (bajo derecha),  a Ángel y a Mercedes, otros buenos vecinos, les tocó al número 6 (bajo izquierda). Cuando nos movieron nos prometieron que una vez se fueran los militares volveríamos a nuestros antiguos pisos. La realidad fue diferente porque las viviendas fueron para los empleados de Hulleras.

Otra anécdota de la guerra que vivimos en Turón fue la llegada de un tercio de regulares de Larache o de Tetuán en Marruecos. Vinieron a la península para luchar a favor de Franco, creo que parte se alojó en los garajes de Repipe y a los más pequeños nos metían miedo con ellos. Se decía que nos cogerían  y nos meterían en la culera del pantalón. Con el uniforme llevaban esos pantalones amplios árabes como algunos jóvenes hoy en día. Sea lo que sea, aunque parezca una tontería, nosotros les teníamos algo de miedo, También recuerdo que mataban ovejas o corderos en el centro. No sé por qué allí, puede que algunos estuviesen  alojados en la casa del pueblo. Del sacrificio de animales si supe más tarde que era por razones religiosas.

En Turón estuvieron bastante tiempo. Se convirtieron en guardianes de los compresores y demás propiedades de la Empresa. Alguno se casó por la zona. Uno de ellos, Argal,  se casó en la Crucina  con una tal Luisa.

 

LAS VIVIENDAS

Las viviendas del barrio San Francisco eran todas iguales: cuatro habitaciones, cocina y wc. Teníamos agua corriente pero no potable. Las habitaciones se denominaban de esta manera: la de entrada, la de atrás, la del corredor y la de la cocina ya que esta última tenía la entrada por la cocina. Siempre fue la habitación de mis padres. Las otras estaban en el pasillo. Las viviendas laterales tenían una ventana más que daba a los paseos. Sin embargo, las casas que daban hacia el río en su lugar poseían una entrada lateral que daba directamente a la cocina de una de las viviendas del bajo. De esta manera esas tenían doble entrada, general por el portal y privada por la cocina.

Hasta que pusieron la “traída”, el agua para beber la íbamos a buscar a las fuentes. A la que más acudíamos era la de la bomba que estaba situada entre el n° 1 y la casa de los del Viso. El caño estaba fuera pero la bomba la activaba un responsable de la Empresa y estaba en una chabola cerrada con llave. Esta chabola fue más tarde una pequeña oficina para el vigilante de Obras. A él acudíamos para hacer saber las necesidades de los cuarteles como cambiar el fogón, un wc o unos azulejos que caían.

Había otras dos fuentes. Una en la Ribayina que es hoy la carretera de Hunosa y otra en el rio que surtía de un manantial de debajo las casas de Benavides. Para acceder a esta última teníamos que pasar el rio sobre unas piedras que habían puesto en el agua para poder cruzar.

La comodidad de las duchas llegó a la casa de mis padres varios años más tarde, después de 1950. Por consiguiente yo ya no pude disfrutar de ella pues ya estaba casado.

En la “cera alante” a lo largo del muro de la vía estrecha la mayoría de los vecinos tenían unos cajones donde guardaban el carbón porque los pisos de arriba no tenían carbonera como los que vivíamos abajo que la teníamos individual debajo de la escalera.

 

DE LOS JUEGOS

Los juegos de los guajes eran bastante variados, algunos peligrosos y otros no. Digo peligrosos porque andábamos por la vía estrecha cogiendo carbón que tiraba uno que se subía a los vagones o poniendo casquillos de balas de los soldados en la vía para que, cuando pasara la maquina con los vagones, explotaran. Estos casquillos los recogíamos de los que quedaban cuando se entrenaban al tiro en la Calva, el 2° San José. Otras veces montábamos en las mesillas que servían para suministrar la madera al “cableario” a pesar que los jurados estaban por allí. Pero les guardábamos el bulto. Entre los guardas había uno que tenía una mano ortopédica y al que llamábamos  “mano de hierro”. Pero el que más temíamos era el jefe, Laudelo. Parecía que estaba en todos los lados. Olía las fechorías que hacíamos. Por culpa de una de ellas se mató Enrique, el de Pilar la de Enrique. Era un buen amigo mío y solíamos hacer los deberes juntos en su casa o en la mía.

El “cableario” era peligroso pues de vez en cuando caía algún “canjilón”. Una vez mató a un burro o a una mula. Aunque había un paso oficial por debajo de él, en cierto tramo, todavía recuerdo que muchos de los entierros iban por ese lado y no por Villapendi. Había un paso a nivel a la entrada del 1°de San José que fue suprimido más tarde. Nosotros teníamos las “corripas” y huertas por allí.

Otra zona de juegos estaba detrás del bazar. Había una pradera con unos castaños  y en el borde del rio hacíamos una cabaña con sus ramas y con las hojas correajes y gorros, como los soldados.

Éramos una pandilla bastante importante con un líder. Recuerdo a uno de ellos, Félix Gancedo. Allí jugábamos también al pincho. Consistía en espetar un palo con punta y desplazar el de los compañeros. En la pradera se podía hacer porque casi siempre estaba húmeda y sino levantábamos un “tapín”,  echábamos agua para que se hiciera barro. Así de fácil. Otros juegos habituales eran el “piocampo”, derecho burro que brinco, los cartones o las bolas. Para el guá  teníamos bolas de barro antes de que llegaran las de cristal. Recuerdo también las carreras de aro y la peonza. Con ésta los había muy hábiles que hasta agujeraban  cartones e incluso platillos de los “oranges”.

Todo esto lo hacíamos entre el Ateneo y el primer cuartel que era dondo vivían los de Prieto, de Fidalgo y los Rubiera. En primavera íbamos a los pinos de San Francisco que estaban por debajo de las oficinas del 3° de San José, a quitar los huevos de los nidos de los pájaros.

Por el verano nos bañábamos en el rio donde teníamos tres pozos que denominábamos por número, el 1°, el 2° y el 3°. El uno era el del economato donde tiraban su basura. Por aquel entonces no venía el agua tan sucia, solamente existía el pozo la Lloca de la Rebaldana. El 2° donde el cementerio viejo y el 3° que estaba situado antes de llegar al campo de fútbol. Lo llamábamos el del “remolín” porque tenía un agujero que  hacia moverse el agua.  Allí nos bañábamos guajes y no tan guajes.

Las niñas jugaban al escondite y a los alfileres. Hacían acericos en forma de corazón o  cuadrados para espetarlas y no pincharse. 

 

UNA ACTIVIDAD MUY FAMILIAR

Los cuarteles eran muy “familiares”, no se cerraban las puertas. Durante el día estaban de par en par. Decías allá voy y hala por el pasillo adelante. Las cocinas que daban para el lado del rio tenían mucha luz. Aparte de la entrada por el portal tenían otra lateral.

Era como una enorme familia y nos conocíamos todos. Casi puedo decir el nombre de todos los vecinos. En mi próximo texto intentaré relatarlos todos, empezando por las del lado del río, primero la de Rubiera, la de Agustina, la de Sara, la de Rosa Neira y la de Baquero y una larga lista de nombres para cada portal

En el kiosco del Ateneo tocaba la música de vez en cuando y también era un sitio de reunión para los vecinos aparte del puente nuevo. Por las Fiestas del Cristo se iluminaba el paseo central que era el que va desde el puente nuevo al  “cableario” y toda la “cera alante”.Las fiestas, la iluminación, los cachivaches y el gentío son recuerdos inolvidables.

Otra de las diversiones era el cine del barrio. En el Ateneo si los asientos no estaban numerados había que hacer una cola para sacar las entradas y escoger butaca. O de lo contrario se las encargábamos a Gripina la de Quiteria que se dedicaba a ello con una pequeña compensación. Dámasa, la taquillera, ya tenía muchas reservadas para sus amistades.

En el Froiladela, que estaba abajo en la Veguina, era diferente porque íbamos a gallinero con plazas no numeradas. Había tal “burdel” para entrar que un día perdí una zapatilla y volví a casa sin ella.

Al principio era cine mudo. De las películas vaqueras recuerdo algunos artistas como Bob Steel, Ken Maynard, Tom Tyler. Eran los buenos de las películas. De las estrellas femeninas además de las americanas como Mirna Loy, Lauren Bacall  o Olivia de Havilland, también recuerdo a Amparo Rivelles, María Félix o Imperio Argentina y alguna más. Años más tarde tuve la ocasión de conocer en persona a Ana Mariscal que vino como directora a promocionar en el Ateneo su película “Segundo López”.

Además de las actividades sociales, el verano era propicio para las partidas de parchís o  las tertulias de las vecinas. Sacaban sillas o bancos que hacían los maridos, se sentaban delante del portal y a charlar. Había reuniones en muchos rincones del barrio.

 

UNA MINI CIUDAD

La vida diaria en los Cuarteles, en la posguerra,  tenía su rutina  pero la situación era mala.  Recuerdo que cuando venía el camión del economato de los cuarteles con el pan, corríamos todos detrás y entrábamos en el economato. Los empleados empezaban a cortar el pan y nosotros esperando a ver si sobraba algún contrapeso. Ellos repartían las raciones correspondientes por familia y allí seguíamos al  lado del mostrador esperando. Cuando daba una vuelta el jefe, los empleados nos tiraban un pedazo.

La llegada de las pescaderas y  las lecheras marcaba también el ritmo de la jornada de las familias. Las vendedoras de pescado eran vecinas de los cuarteles: Quiteria, Ana la andaluza, Pilar  la de Mero y Asunción.  Pero estaba sobre todo Benigna, una señora de Mieres, que venía con carro y burro. A pesar de los pocos medios económicos, las mujeres intentaban dar ganancia a todas, a una les compraban una clase de pescado y a otras otro.

Como lecheras teníamos otras cuatro, Amparo la de Ramonín de Puerto, Concha la de Pola, Carmen la de Fidalgo y María Vicente. Estas vendedoras eran algo  tradicional en el barrio. Solían traer la leche que sabían que vendían a diario y si por  casualidad sobraba te echaban algo más que de costumbre para que no les quedara tanto. También estaba  Soledad la de Enverniego que traía la leche para algunos vecinos determinados como Mercedes la de Ángel de Isoba que era un pueblo de León cerca de San Isidro.

Los Cuarteles, ese es el recuerdo que tengo,  eran como una mini ciudad con mucho ajetreo y ambiente, donde no faltaba nada de nada. Teníamos a Pepín Coppen que nos daba clases para prepararnos a entrar en el colegio los Frailes, a Ramón Ojeda que reparaba los zapatos, a Gabriel que hacia los zocos para la mina, o a Teófilo el barbero, con la barbería en Vistalegre junto a la casa de Gay. Y como no, la famosa Magdalena con una tienda en una habitación de la casa. Tampoco faltaban las modistas. Entre ellas estaba Rosario Baquero, madre de Manolito, Luisa la de Eladio, Visita Quiroga y como bordadora Emma la de Cayetano de los cuarteles viejos.

Al barrio venía de vez en cuando un relojero ambulante, Sinforiano, que entraba por las viviendas como en si fuera de casa y que vendía la mercancía a plazos. Los afiladores y paragüeros también eran habituales por los Cuarteles. Aparte el afilar cuchillos también remendaban paraguas y cacerolas. Dependiendo del arreglo que necesitaban, a unas les ponían el culo de latón y a otras les ponían un clavo con masilla. No se tiraba nada porque no era época de mucho dinero. Andrade, uno de los paragüeros, era  de Villabazal. Otros venían de afuera e iban por los pueblos. Estaba también Lázaro el repartidor de periódicos y más tarde, cuando éste lo dejó, vino Telva, una señora de Figaredo.

Aunque resulte curioso imaginar hoy, algunos de los vecinos tenían incluso vacas. Pero en la zona detrás del « cableario » solo las tenía Luisa la de Ladio. Gorín las tenía en su tierra al lado del Puente Viejo, Frutos en Villabazal, Manuela la de Arias en el Follerón y Milio el tratante en un prado en Rozadiella.  Había también otro mundo con corripas (o cuadras) en la falda de los Barracones, detrás del 1° San José hasta que empezaron a echar el escombro  por detrás de casa Abad hasta  el 1°.  Entonces, todo ese conjunto de corripas, donde la gente como nosotros  criábamos un cerdo o gallinas, tuvo que desplazarse a la parte izquierda del  « cableario » hasta la Ribayina.

Los Cuarteles fueron un mundo aparte, mi mundo. Allí crecí, allí tengo mis recuerdos más remotos y seguramente la raíz más profunda de mi apego a Turón o, sin pretensión alguna, de mi turonismo, como decía mi amigo Baquero también del barrio de San Francisco, del número 10 de los Cuarteles Nuevos. Una historia inolvidable hoy centenaria.

 

​© David Varela, Waterloo (Bélgica), enero de 2019