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Tablao queda arriba

Tablao y Los Cuarteles, dos mundos silenciados que recupera la memoria detallada de Maripaz Fernández. Con sus recuerdos, vuelve ese hervidero de actividad, chigre, tienda y pista de baile a un pueblo rajado por los planos y sustentado por sus minas. Cuando lo más emblemático ha desaparecido, las paredes vacías, pero no olvidadas, escriben su historia.

La casa de mil recuerdos

 

Aún sigue en pie, irremediablemente abandonada, la casa de mis grandes recuerdos de niñez. Allí vivían los güelos, Román y María. Eran de Rozaes de Mieres y de Villar de Gallegos y habían llegado al valle para trabajar para los Figaredo. Llevaban una de sus fincas, por la que pagaban una pequeña renta, y que lograron comprar al final. Vendían xatos y leche y vivían de lo que tenían: matanza, gallinas, conejos y sobre todo una buena huerta. Básicamente tenían que comprar aceite y café. No me acuerdo que mi güelu, que conocí mayor, trabajase en la mina.

Hoy la vivienda está vacía pero domina como siempre, desde Tablao, la huerta, la vega por la que bajábamos con tablas cubiertas de sacos cuando nevaba, y lo que queda del emplazamiento de Los Cuarteles. Para muchos hoy Tablao es un conjunto y algunos, para distinguir, hablan  de Tablao de Arriba y Tablao de Abajo. Nosotros, los que vivíamos allí, lo teníamos claro Tablao era arriba, abajo era un mundo aparte…los Cuarteles. Aunque sea dificil de imaginar ante la situación de abandono actual, el edificio familiar imponía con sus grandes ventanales de madera de ocho cristales cada uno. Era una construccción de dos pisos con una vista inmejorable para vigilar los frutales y las andanzas de unos y otros, hasta los propios Cuarteles. Acostumbrados a la estrechez de las viviendas de Los Cuarteles, nuestros ojos de niños grabaron para siempre una casa con ventanas por todos los lados, con muchísima más luz que en los pisos de la Empresa. Hoy, al ver lo que queda, parece que la realidad no cuaja con los recuerdos pero nunca borrará la impresión que nos dejó a todos los primos.

Nada más entrar, a mano izquierda, estaba la enorme cocina de la que aún conservo los olores. No había salita y el pasillo repartía las habitaciones en una de las cuales, a la derecha, dormían mis tíos Manolín y Joaquina. En un cuarto, permanente proyecto de baño, el pellejo del vino y abajo un almacén que nunca llegó a arreglarse. Era una casa familiar en la que siempre vivieron abuelos, tíos y primos, casados y solteros. Un mundo, una comunidad con sus tiranteces en la que los críos nos movíamos felices.

Unas zapatillas en el baúl

Más que las piedras, todo me recuerda a los güelos que sin ser tan mayores siempre nos parecieron ancianos, por la manera de vestir y por la forma de ser. Güelu era cariñoso y se llevaba muy bien con mi padre, lo que era una satisfacción para mí. María era más distante, fría, calculadora y bastante avara. Me acuerdo de una anécdota que me contó mi padre y que nunca se me olvidó. Un día cabruñando con güelu éste pidió a su mujer que les trajera una jarra de vino. Ella volvió con dos vasos.  Y ante la protesta  del güelu Román por la tan medida cantidad ella le contestó: “ye suficiente pa lo estáis faciendo”.

María gastaba zapatillas de fieltro con madreñes. Un día llegó mi padre a la cuadra donde estaba faenando y cuando ésta quitó les madreñes vio las zapatillas todas rotas. A la pregunta sorprendida de mi padre de por qué andaba así tan miserable, le contestó: “nun tengo perrres para otres fiu”. Mi padre, que siempre tuvo el corazón en la mano, le encargó a mi madre que le comprara un par y se lamentó de que con tantos hijos la abuela anduviese así. Le compramos un par en casa Benino y se las subimos a Tablao. A los pocos días, mi tío Jovino, a su vez, encuentra a su madre con el par de zapatillas rotas. Sin pensarlo mucho, va y le compra unas nuevas. Pasó un tiempo y en una de esas conversaciones entre cuñados, mi padre y Jovino, comentaron cada uno su propia versión de la anécdota de las zapatillas, quejándose uno y otro de esa imagen de abandono de la abuela. ¿Dónde estaban los pares nuevos? No fue dificil saberlo. Estaban encerrados, como tesoro, en el aquel famoso baúl que María tenía bajo llave.

 

De travesuras con los primos

De las fincas que llevaban, como decían, anduve mucho por la huerta y la pumarada. También me acuerdo de Tres Casas, la Vega, la Pedrosa, la Fresnosa que quedaba por encima del Quinto. Lo llevaban todo de renta y las distancias, entre unas y otras, por lo menos a los más pequeños, con nuestras limitaciones y nuestros miedos, nos parecían enormes y pobladas de misterios. Había que pasar al frente, al otru picu. A veces cuando güela nos mandaba juntar las vacas, que habían salido de una finca, íbamos pero no llegábamos hasta allá y bajábamos para el Quintu por el plano.

También tenían una cuadra buenísima, por el caleyón subiendo hacia La Balanza, un camino frondoso y oscuro. Cuando estaban “a yerba” había mucha animación. Pero yo sola a la cuadra o a buscar un garabatu que se habian olvidado…¡Ni hablar! Era muy miedosa y solo me atrevía a ir con los demás.

A casa de la güela subía todos los días porque tenía a todos los primos allí. Para mí Tablao y Los Cuarteles eran dos mundos tan diferentes. Arriba era donde había murga  y  no faltaban las travesuras. La verdad es que el tenernos a todos alrededor  no le hacía  mucha gracia a la güela que no repartía besos ni a nietos, ni a hijos.

Aunque lo pasaba bien en Tablao nunca me quedé a dormir con los güelos porque estábamos cerca y que tampoco lo proponía la güela María. Su avaricia era patente, no recibíamos ni un bocadillo. Tenía un baúl cerrado con una llave que llevaba siempre en el mandil con “flatriquera”. Ella sin embargo, sí se cuidaba. Entraba en la cocina, ponía la chocolatera para hacerse chocolate, iba a por las galletas que tenia en el baúl y volvía a cerrarlo. Para nosotros, ni una onza de chocolate.  Lo que más deseábamos era  que se olvidara la llave y poder abrirlo. Jamás se le olvidó la llave.

Por coger, no nos dejaba ni coger fruta de la pumarada. Una vez se le escaparon las vacas y como estábamos todos delante de casa Luz jugando, nos llamó para que fueramos a recogerlas y meterlas en la cuadra. Remolones, fuimos para la caleyina donde vivía Pepón el de María y escondidos detrás de una figar vigilamos a ver qué hacía, Como no nos vio ir a por las vacas, la vimos marchar, con esa vara que nunca abandonaba, en busca de los animales. Mientras tanto, decidimos entrar en la pumarada. Aquello era un verdadero vergel, una gran tentación para unas criaturas con ganas de comer y de hacer alguna trastada. A la vista de tal cantidad de esas ciruelas verdes tan sabrosas decidimos entrar y darnos una buena pasada. Había tal cargación en los árboles que nuestro festín no podia notarse tanto. Desgraciadamente nada escapaba a la avaricia controladora de la güela. Al otro día, cuando subió mi padre a echarles una mano en la labor, la encontró enfadadísima. No “había por donde cogerla” le contó  a mi madre. Alguien se había metido entre los frutales, comiendo y tirando fruta al suelo. Mi madre sospechaba que fuésemos nosotros pero teníamos la disculpa de que la abuela nos había mandado a por las vacas y que habíamos desaparecido. Durante unos días hubo un poco de miedo a ser descubiertos pero como nadie se iba de la lengua, el misterio siguió intacto.  En la pumarada y en la huerta había de todo: ciruelas, cerezas y muchas manzanas, un maiz muy bueno y gran cantidad de patatas que almacenaban, junto con las manzanas, en un suelo cubierto de tablones. Se revolvían, se quitaba lo podrido y teníamos para meses.

   

Prohibido lavar

 

Era una casa de poca fiesta. No se celebraban ni las Navidades. En nuestra casa, en Los Cuarteles, sí lo festejábamos, además con mucha murga y unos callos riquísimos. Por Pascua tocaban las empanadas. La celebración más significativa de la que me acuerdo, en casa de los güelos, fue la boda de mi prima Carmina con Esteban González. Fue un festejo por todo lo alto. Mataron un xatu y trajeron a una cocinera que preparó un arroz con carne riquisimo y unas tartas que pronto se acabaron. Ese día sí que hubo alegría y alboroto. El banquete fue en casa y había gente por todos los sitios.  Además con la lluvia y el barrizal que había fuera hubo que limpiar y barrer. A la hora de bailar, al compás del acordeonista de Carcarosa, Ramón el de Polinario, se armó una polvareda de mil demonios. 

En Tablao siempre hubo lavadero, aunque al principio era una fuente con un pilón muy grande, pero no dejaban a los de los Cuarteles utlizarlo. Un día que subí con los pañales de mi hermano, Joaquina, la moscona, mi tía, no me dejó lavarlos. Volví a casa y tuve que ir a aclararlos con el agua de la fuente que estaba después de la carpintería en la trinchera viniendo de Candanal. Era una fuente de mala muerte, que echaba poco. Me acuerdo que a veces cuando dejábamos el calderu para llenar, pasaba algún listo, se llevaba el agua y cuando volvíamos a buscarlo seguía casi vacío.

Para lavar la ropa, las mujeres de Los Cuarteles tenían que pasar por Candanal e ir al Escobal o a Castañir, que además tenía un molino en la reguera. Es que el agua del lavadero de los Cuarteles tenia un olor a mina o a huevos podres. En él se lavaban principalmente los bombachos,  “les balletes”  y los felpudos.

 

Bailando con la gramola

 

De Los Cuarteles teníamos mejor comunicación que Tablao. Para bajar a Villapendi,  ellos tenían que pasar por los Cuarteles o tomar por el Pandiellu abajo, el sendero que solía coger mi güela.  Al llegar a las minas de San Benino, cerca del lavadero de Villapendi, se cruzaban los dos caminos.

Casa Venancio era tienda y chigre. Allí se podian comprar los productos de primera necesidad y pegarse unas buenas comidas. Para otros productos más baratos o al por mayor bajábamos al Economato de la Empresa.  En uno y en otro prevalecía la famosa libreta.  Algunas veces se llegaba a finales de mes, faltaba dinero y se recurría a los anticipos. Casa Benino, el yerno que había seguido con el negocio, también tenia una bolera y hasta una pista de baile donde ”el marroquí”, que más tarde marcharía para Bélgica, ponía los discos en la gramola. Años más tarde llevó el negocio “Manazas” , un gallego dicharachero que patentó aquella famosa frase: “ Come por las patacas, que la carne no se pierde”.

Tablao y Los Cuarteles, dos mundos silenciados que llenaron mi niñez. Arriba las casas abandonadas y abajo una esplanada de piedra gris en la que parece dificil imaginar los edificios y la vida que allí hubo, los momentos felices y una convivencia algunas veces complicada. La maleza cubre el resto del lavadero. Se han callado las voces pero siguen los recuerdos.

 

                                                                                                       

                                                                                                                         © Maripaz Fernández Hevia, mayo 2015