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Viaje sentimental al valle de Turón

Desde Jerez, arrastrado por la pasión de una jerezana y “retirado del mundanal ruido después de ejercer muchos oficios y pocos beneficios”, como suele decir, Laudelino Vazquez sigue recorriendo su valle de Turón con el único pasaporte de todos los posibles: el corazón. Licenciado en Historia por la Universidad de Oviedo, en su paso por Asturias ejerció de todo: policía, colaborador de prensa, radio, televisión y autor de relatos. Su relación con el valle de Turón, apasionada y fiel, se ve reflejada de manera magistral en este viaje evocador al que nos sumamos todos. ¡Bienvenido a tu página, a tu casa Laudelino!
En aquel entonces comenzó a cabrearme la broma tantas veces repetida de que la única solución para Turón era colocar la compuerta de un pantano en Figaredo e inundarlo. Me cabreaba tanto, que a cada «foriatu» que venía de visita, le organizaba el Tour Turón -valga la redundancia-, para demostrarme y demostrarles que había no solo, un rincón para mi nostalgia sino también un verdadero mundo por descubrir y para disfrutar:
 

De Peñule hasta Vegalafonte


Empezaba el viaje en Peñule, ahí donde colocaron un precioso mapa de cerámica, que anuncia la entrada del Valle. Donde se encontraba el puente de Peñule, aprovechaba para mostrar al viajero el paseo y recordarles que antes era vía por la que transitaban las máquinas de vapor con aquellos coches de madera en los que todavía viajé alguna vez hasta La Cuadriella. Unomontaje laudelino 1.jpg de esos maquinistas, Bertier, era un personaje genial, capaz con una rana de percusión, de improvisar cualquier coplilla sobre la marcha, solía parar la máquina y bajarse a tomar un «campanu» en uno de los chigres próximos a la vía hasta que alguno de esos que todo lo hacen por tu bien, decidió informar al capataz, de apellido Labrante, de tan sana costumbre. Cuando el capataz descubrió airado, que del maquinista se ventilaba tranquilamente el «vasín», se dirigió hacia él con ánimo de despedirlo. En ese momento, y para sorpresa de todos los presentes, Bertier le vio, se tiró de rodillas y clamando hacia el cielo recitó: «Madre que estás en el cielo / que todo lo sabes / que todo lo ves / Dime quien fue el hijoputa, el cascante / Que-y dijo a Labrante / onde está Bertier». Obviamente, el capataz bastante tuvo con aguantar la risa y salir con dignidad del chigre.

En La Cuadriella, me desviaba con mis turistas para llevarles hasta la entrada de Santo Tomás, para comenzar con el lado trágico del viaje, porque Turón ha sido por sobre todas las cosas, mina. Y los que la conocimos sabemos que dio mucha vida, pero también trajo mucha muerte. En Santo Tomás, en agosto de 1967 fueron once los mineros que perdieron la vida. Y la mula. Les recordaba el dato, porque el único superviviente fue mi vecino Valentín. Un rapazón originario del concejo de Aller, que para todos los niños de entonces, se convirtió en una especie de Supermán. Un héroe capaz de sobrevivir en una tragedia en la que murió hasta la mula ¿De qué pasta estaba hecho, de qué pasta se hacían los hombres, los mineros de ese tiempo?

Les llevaba luego hasta Vegalafonte, para olvidar la tragedia, y mostrarles el camino que seguía con mi mula para repartir el pan de cada día. Les mostraba el bar donde me paraba a comer y les recordaba cómo acordé con la dueña, comer por veinte duros porque «total, ye echar una cuchará más al cocido». O al menos, eso dijo el primer día, pero a los seis meses cuando le anuncié que no seguía con el trabajo, me miró de arriba abajo, asegurándose que en mí se había cumplido el dicho «de lo mucho que los cuerpos pueden llegar a dar de sí» porque el mío había dado mucho, y me espetó aquello de «yo decía que era echar una cuchará más en el cocido, pero hay-lu que come con garfilla, y eso son muches cucharaes» en clara referencia a mi hábito de comer los platos de cocido de dos en dos y el compango hasta que me lo quitaba de la mesa.

De la tragedia y del paisaje


Bajábamos luego la Rebaldana, segunda parada en el mi itinerario trágico, porque allí, en el 61, se mató mi tío Senén. Allí trabajó mi padre hasta que un accidente brutal casi lo deja inútil de por vida, y allí anduve con los muchachos de «Cuarto Milenio» buscando un fantasma por no hacerle caso al paisano del chigre que insistía en «que mira que hay fantasmas por ahí y vais a buscar al únicu que no hay dios que lu tope». Parada en el castillete de Espinos, y otra vuelta de rosca a la tragedia en Fortuna. Allí donde un monumento y un centro de interpretación nos recuerda la barbarie, la degradación a la quePicture1.jpg puede llegar el ser humano, en contraste con la capital de mi mundo mágico que está ahí al lado: Villandio, el lugar en el que hubiera nacido si me hubiesen dejado elegir. Allí aún se sostiene de milagro la casa en la que viví, convertida en gallinero, con su suelo de tierra, la memoria de mi madre con los calderos de agua en la cabeza, el paraíso en el que galopar a lomo del gochu, que preferió estamparme contra la pared en lugar de aceptar la doma. Allí «engañaba» a Gina y Carmen, las dos benditas tías de mi padre que hacían como que me creían cuando les decía que «el médicu ya me quitó el régimen y diz que cocido no, pero chorizu, tocín y morcilla pueo comer lo que quiera» y claro, me daban chorizo y tocino y morcilla y luego dos semanas de santa diarrea. Y sobre todo, allí era, donde esperaba a mi padre cuando volvía de la mina y me subía en brazos y me daba el trozo de bocadillo que guardaba de la mina, porque nada sabe tan bien como lo que viene de la mina. Y nada es mejor que los brazos de tu padre, porque entonces, el mundo era perfecto. Para mí lo era, y por eso elegí ser de Villandio aunque no naciera allí.

Todavía había que subir hasta el Monumento al Mineru, allá arriba en Urbiés, donde un día les propuse un plan al concejal del ramo para organizar una especie de recorrido oficial, empezando por meter a la gente dentro de una vagoneta y mostrarles en una película lo que fue la mina, la Revolución del 34 única y nuestra para bien y para mal, y organizarles las rutas por las que los guerrilleros que creyeron en la libertad hasta el final dejaron sus vidas. Y más muchas más cosas, pero todos debemos comer y entonces a todos los llevé a Casa Nando porque en ningún lugar se come más, mejor, ni más barato, y aunque les avisas que hay que dejar lugar al postre, no se dan cuenta de la realidad hasta que tienen que enfrentarse a los seis tipos de tarta, turonesa incluida, y los borrachinos, y hasta los fieras que se atreven con el quesu de Urbiés, que los hay. Fue cuando empecé a pensar que si en todas las excursiones, todo el mundo salía encantado de la visita al Valle de Turón, para mí se acabaron convirtiendo en alguno de los mejores momentos de mi vida, así que cada vez que llevaba visitante a recorrer mi valle, al acabar, y por si era la última vez y no había una nueva oportunidad, me ponía a tararear para dentro la única canción capaz de hacerme llorar: Santa Bárbara Bendita. Quizás por toda la gente que la mina se llevó, por todos los que fueron quedándose en el camino, por los que resisten aún soñando con tiempos que no volverán. Quizá porque Turón fue, es y será por siempre la mina, y la mina es como una mujer, como esa única mujer a la que no podrás dejar de querer pase lo que pase, estés donde estés, porque esa mujer y esa mina siempre dan más vida de la que quitan; quizás por eso mientras tarareaba «Santa Bárbara Bendita, tralaralara, tralará?» me empapizaba por fuera mucho a veces, otras un poco menos, pero siempre, de ahí adentro, de ese sitio que dicen que se llama alma, las lágrimas calientes, desbordándome, de tal manera, que estoy seguro que si algún día, alguien hiciera el famoso pantano con que amenazan enterrar mi valle, ser encontraría con la sorpresa de que el agua sería salada. Muy salada, porque sé que muchos, muchos, muchos, les duele el valle de Turón tanto como a mí.

© Laudelino Vazquez - Jerez - octubre 2013