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La escombrera

Son restos arrancados a lo más profundo de nuestros valles, escombros que dieron color a nuestras aguas y a nuestro paisaje. En su día exiliadas por las tolvas de nuestros montes, las piedras grises de nuestras dormidas escombreras, agarradas como lapas a nuestras montañas, recobran identidad con José Fernández.

Durante años, muchos,para quienes vivimos en las cuencas mineras, había una estética y una ética propias del espíritu del carbón: el carbón lo era todo. Todo lo impregnaba su color y la actividad minera: la vida y los comportamientos sociales eran carbón. De quienes lo viven, el carbón mediatiza hasta los sentimientos y su forma de entender la vida. Porque desde el principio, nuestra sicología social iba emparejada con un principio carbonífero inalterable en el tiempo: para explotar el carbón, todo servía y casi todo era legal, aunque no fuese bueno. Por ejemplo, el uso de los ríos para lavar el carbon o los espacios donde se abría una bocamina quedaban trepanados por los accesos o desfigurados por los escombros con la excusa de los sueldos que permitían la subsistencia de los mineros y su familia. Aunque si hablamos de aquellos sueldos, siempre de miseria, hay que decir que servían mejor para incrementar los beneficios de un capital, pocas veces autóctono, como es bien sabido. Nosotros, inmigrantes o de la tierra, éramos los topos especializados en sacar sus entrañas al exterior, en condiciones de miseria, por todos conocidas. Las mismas riquezas que vía ramplas, jaulas, tolvas y trenes llegaban a los lavaderos… de donde partían bien hacia las industrias o para las escombreras si carecían de valor energético.

Tampoco podemos olvidar, además, que el proceso de explotación del carbón era de tal calado que los habitantes de las cuencas de la Montaña Central formaban una comunidad bien diferenciada del resto pues tenían un habla peculiar fruto de una actividad específica que se ejercía en un espacio propio. Este concepto de comunidad está muy arraigado entre nosotros, y hunde sus raíces en los tiempos más por los entierros que por fiestas de guardar. Y que llega hasta nuestros días: la familia minera de hoy y de siempre tiene la solidaridad como eje central, como tronco de un árbol que resiste todas las embestidas. Aunque desgastada por el paso del tiempo y por la lenta desaparición de las minas y por el abuso que de los sentimientos se hizo, también es verdad que algún día apenas será memoria , y poco después alguien escribirá un texto explicativo del verso: la verdad termina siendo un complot de silencios.

Y para que nadie, mañana, nos pregunte cuántas palabras caben en un silencio, nada mejor que la memoria escrita lo mismo en una chimenea que en la investigación. Porque hasta la fecha, de la memoria escrita, que no sea la técnica o científica, más de lo mismo: nada para el recuerdo. Es el caso que nos ocupa: con buen criterio, y gracias a las investigaciones recientes, las escombreras que afeaban sin molestar nuestros paisajes son fuentes de energía por los avances técnicos que permiten su combustión. Loable y plausible: son terrenos que están ahí propios para cualquier actividad que vendrá en tiempo y en forma. Pero la otra cara de la moneda es la humanística: no puede ser que después de la recuperación, el espacio de cada escombrera quede en simple polígono industrial con un nombre que solo sirve para que las cartas lleguen a su destino. Ya se sabe que, en el proceso de explotación del carbón, las escombreras ocupan la parte más humilde, aunque el estudio del Dr. Maurín sobre Reicastro es digno de encomio.

Pero por lo que fueron desde siempre, bien merecen un simple metacrilato explicativo de su origen, las características, los accesos y medios para depositar los residuos … Mil detalles que sirvan para dejar constancia de que nombres como La Escribana, La Riquela, Figaredo, Mariana, Llamas, Baltasara o Morgao … son algo más que simples topónimos. Son parte de nuestra historia, la de hoy y la de siempre, la que tiene que perdurar en el tiempo por escrito, más allá del recuerdo. No pase que mañana piensen en su origen como descanso de un pedrero que había en la zona. Como tampoco se debe olvidar que eran, de los niños de la zona, el mundo para explorar que había más allá de la puerta de casa. Y sin olvidar, cómo no, a las buscadoras de unes pesetines extras que encontraban perdidas entre los estériles.

Es lo que pasa si no se escribe: se pierde la memoria colectiva, la historia pasa de largo y la cultura minera, de la que deberíamos estar orgullosos, queda, en el mejor de los casos, en los archivos del Fondón que también sirven, claro está. Pero ya hablamos de otra cosa. Lo que importa, ahora, es ser conscientes de que la mina y su mundo, generaron un patrimonio muy importante que debemos asumir con orgullo y conservar, reclamando, qué menos, el respeto por el trabajo de nuestros abuelos. Por eso en el día a día un topónimo minero, en las cuencas mineras, tiene que ser algo más que un nombre que procede del latín y que facilita el trabajo de los carteros de la zona. Es lo mínimo para evitar la pregunta ¿en manos de quién estamos?

Porque en este país lleno de ratas y de telarañas, todo lo que suene a memoria, visual o verbal, está mal visto. Cual bárbaros, arrasamos cualquier recurso visual que diga algo de una actividad o un espacio: tiene más valor un recuerdo de Franco en Oviedo que todas las chimeneas habidas en el concejo de Mieres, ejemplos de los delirios industriales que contribuyeron a sacar a España adelante cuando todos tiraban hacia atrás. Como si nada. Lo que podría ser motivo de orgullo es tierra quemada o ruinas industriales. Lo que podría ser foco cultural único en Asturias es matorral y chatarra como es la tumba de Numa Gilhou, justo en la antigua carretera general Mieres-Oviedo. De vergüenza, diría el viajero que busca esencias de la cuenca minera asturiana.

Y Dios nos perdone pero callar y quemarse es el peor castigo que nos podemos echar encima, como dijo García Lorca.

 

José Fernández

Director del IES Bernaldo de Quirós (Mieres)