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¡Cierra los ojos y vuela!

Con la publicación del texto de Laura Fernández González, primer premio David Varela 2014, ponemos un broche de oro a una edición de muy alto nivel. Una sorprendente narradora cuyas palabras logran adentrarnos en el vivir de una abuela verdadero paradigma de tantas vidas turonesas. Un estilo eficiente que, en cuatro folios, esboza con maestría el retablo de una larga historia común.

¡Cierra los ojos y vuela!

 

-A todas esas personas que como algunos de mis familiares deseaban volar en una época en la que la ley mandaba llevar las alas cortas por estética.

En tiempos de hambre, érase una vez, o hace mucho tiempo, serían buenas palabras para comenzar un relato de este tipo, pero hay un pequeño problema, tan solo un apunte, esto no es un relato que se hace por encargo, no es una tarea de clase, es la historia de cómo una joven de Turón crece e intenta formarse como persona, a pesar de las adversidades de la época; (el año treinta y nueve) consigue escribirse una historia.  Historias que tienen las niñas del carbón, las que crecieron viendo un río negro, con el ruido de las sirenas de la mina como banda sonora de unos dibujos animados, que no eran más que los árboles del valle que permanecían impasibles a pesar de las sacudidas del viento de las mañanas. Mañanas de viento feroz y niebla, idénticas a la mañana en la que esta historia comenzó a narrarse.  Una mañana en la que una niña confundió una ardilla con un lobezno y emprendió, asustada, una carrera que empezaría en Villandio y terminaría en Carcarosa,  porque aterrada quería escapar del lobo, si había un lobezno, cerca estaría la madre, ¿no?, pues cosas como esta, que nos parecen imposibles que hayan sucedido, debido a lo ingenua que tiene que ser una persona para que algo así le suceda, son los ladrillos de las paredes de esta historia.

Algunas de estas líneas revelan verdades vividas por muchas mujeres, amordazadas por el tiempo, sin más público que una taza de chocolate espeso y algún nieto que las intenta escuchar, sin llegarse a imaginar lo que las amantes del carbón han vivido. No son pocas, y todas ellas tienen historias muy parecidas a la mía, e inmensamente tan distintas al mismo tiempo,  que sé,  sin  duda, que ninguno de vosotros, ni yo misma, podemos imaginar las cosas que han llegado a vivir. En este trozo de papel, en esta huella de voz, podéis viajar a un Turón fatigado por el hambre y el polvo negro. Podéis viajar a un pedazo de alma anónima, a la esquina mejor doblada de una mente llena de pliegues, podéis viajar a una infancia, al tiempo que no está sujeto a ningún nombre ni a ningún lugar concreto de este valle.

La niebla bajaba por las laderas como solía hacer cada mañana, tras un cristal torpe  que poco guardaba del frío. Yo intentaba divisar la cumbre del Picu les Narices, tarea imposible. A lo lejos una voz risueña pero firme, llamaba mi nombre, era mi madre, la buena mujer que me trajo a este mundo y que me dio la vida, la que sembró un ama de casa, una obediente esposa y muy a su pesar, recogió una rebelde poeta que escribe a la luz de un candil. Yo apenas tenía 11 años y ya colaboraba en todas las tareas de casa, mi madre quería que fuera a lavar la ropa y yo como solía hacer, obedecí. Eran épocas de frío y de grandes heladas, heladas que no tienen nada que ver con lo que de un tiempo acá habéis vivido, yo os hablo de carámbanos de hielo tan largos como hombre, que parecían apuntalar los tejados y canalones de las casas de los pueblos. Carámbanos de un cristal pulido como si de una gema de reina se tratara, nada me fascinaba más que romperlos y ver cómo el hielo noble, en un breve instante, quedaba reducido a pequeños trozos, que mi madre me hacía recoger y descongelar en un barreño cerca de la cocina de carbón, para luego usar como agua destinada a infinidad de cosas, como bañarnos, lavar, cocinar... Mi padre solía decir que no hay agua tal, como la que se obtiene de la nieve fundida, solía decir también, que la nieve blanca está destinada a fundirse bajo el sol de la primavera, para que la vida pueda seguir su curso.

Nunca entendía los misterios que mi padre se traía con el invierno, años más tarde me contaron la historia de mi padre, un hombre de mina, que de pequeño había tenido la suerte de ir tres años a la escuela y sabía leer además de defenderse en matemáticas, bueno, defenderse, quien dice defenderse dice saber llevar las cuentas de la casa. Un invierno de guerra, tres hermanos de mi padre marcharon al monte y jamás supo nada de ellos. Mateo, el segundo de siete hermanos, aparecería veintisiete años más tarde en una fosa común de Guadalajara. Mi padre tan solo era un crio y pudo quedarse en casa. Unos años más tarde, lo mandaron a cuidar el ganado de una familia pudiente a Villamanín, cuando tenía trece años regresó a Turón y cinco meses después, empezó a trabajar en la mina. Increíble historia, quizás otro día tenga ocasión de contárosla.

Antes, os estaba contando que mi madre me había encargado lavar la ropa, a mí me encantaba, no, no creáis que me gustaba lavar la ropa en sí, a mí, lo que me gustaba era ese olor a jabón chimbo, o del natural del mercado, ese que dejaba las manos suaves y te daban ganas de tumbarte sobre el montón de ropa limpia que te engullera y dormirte y permanecer arrullada toda la eternidad. Ningún producto de hoy se asemeja al maravilloso olor del jabón de lavadero. También me maravillaba el ritual, ese proceso de esperar a llenar tu balde de agua, agua que en esa época del año, salía como un hilillo de agua increíblemente fría, las rudas tuberías debían de estar medio congeladas y el agua no fluía con agilidad. En una de estas mañanas yo guardaba la cola como un soldado, muerta de frío. En aquella época las niñas no llevábamos pantalones, eso era una cosa de hombres, yo, con unas botas de agua blancas, de pura goma, sin ningún tipo de forro, con unos escarpines por dentro y unos leotardos de lana como una protección, pisaba la nieve hacia el lavadero. No esperéis una increíble historia, un romance de posguerra con un galán apuesto que escapa conmigo a Francia. Así eran todas las mañanas, frío, rutina, coladas y tareas. Pero la cosa cambiaba los días de escuela, niñas y niños separados, aprendíamos ayudados por una enciclopedia que trataba más o menos todos los temas. Esos días eran los mejores, mi madre me despertada, yo iba a por leche, ella hacía el desayuno y esperaba a que mi padre regresara de la mina, encendía la radio y escuchaba las noticias, y luego un programa en el que ponían coplillas y algún éxito en español. Esa mañana sonada "Bésame mucho", y mi madre, como si de una estrella internacional se tratara, cantaba mientras echaba carbón a la cocina, bendita cocina, los que han estado al resguardo de una cocina de carbón me entenderán, os puedo asegurar y mirad que he vivido mucho, que solo he encontrado un calor parecido al de una cocina de carbón, el que sentí al abrazar a mi primer hijo. Maravillosas cocinas de carbón, que hacen que en los días de más frío, aunque estés cansada y quieras estar sola un rato, y no se te apetezca tener a tu madre merodeando, solo el microclima; por llamarlo de alguna manera, que se forma cuando la cocina está encendida y madre cose, ese calor perfecto que hace que te olvides de que en poco rato será la hora de comer, comer un caldo hecho con agua, cebolla, pan duro y un mísero pedazo de pollo, no teníamos mucho más, era fin de mes y solo esperaba el momento en el que el dinero llegara a casa para que pudiéramos darnos el atracón los domingos. Aunque en mi casa andábamos justos de dinero, no nos podíamos quejar mucho, teníamos ropa bastante buena, que mi madre hacía, era una excelente costurera y mucha gente le hacía encargos, era dinero extra que entraba en casa. Fui a la escuela, ese día habíamos hablado de escritores españoles y del cuerpo humano. Nunca se me olvidará la lección de ese día, no sé por qué, pero la escuela me encantaba, me apasiona aún hoy bucear en mares de letras y dejar que la mente de otra persona se fusione con la mía. Sé que he tenido mucha suerte al aprender a leer de niña, mi madre no supo leer hasta los veintisiete años, mi padre la enseñó, decía que era necesario, por si algún día él faltaba. Siempre quise ser maestra, pero a los quince años me vi obligada a dejar la escuela y desde entonces no he recibido más enseñanza que la que he conseguido por mi cuenta, con los libros que mi padre me compraba. Casi todos de segunda mano y novelas aburridas sobre algún romance latino, eso sí, muy casto todo, lo que la censura permitía. Los libros que más me gustaban eran los de viajes y aves, siempre me han fascinado las aves, que envidia, ellas pueden viajar y volar lejos, pasar físicamente las lindes grises y mohosas de este valle, yo solo podía imaginarme cómo serían los lugares sobre los cuales leía, Valencia y Cuba eran mis ciudades favoritas y jamás había visto ni una triste foto. Para mí la vida cambió cuando entre las páginas de un libro que por fuera parecía de chistes, por las guirnaldas que tenía dibujadas en las pastas, y por dentro ocultaba cuentos maravillosos, cuentos de músicos viajantes, de historias terriblemente tristes, del mar y de un pájaro que renacía de sus cenizas, en este último cuento, el del Fénix de las dunas, había escrito algo como "¿Quieres volar? Pues cierra los ojos". Nunca se me olvidarán esas palabras. No pude llorar más cuando mi madre usó ese libro para avivar el fuego, esperé y esperé, pero de allí no salía volando nada, me harté de esperar, pero esas páginas, nunca más volverían a volar en mi compañía.

La ansiada primavera llegó, derritiendo ya la ennegrecida nieve vieja de un valle minero, dejando a su paso el verde de las pedreras pintando de nuevo las faldas del valle. Mi tarea ese día era llevar la comida a mi padre, que trabajaba en Polio, menudas caminatas que me pegaba, recorriendo los caminos de Turón, como si de las venas de un cuerpo infinito se tratara. Caminos que tanto quiero, por todo lo que en ellos he vivido, y que tanto odio porque mucho nos han limitado, a nosotros, a la gente de este lugar que no teníamos aquí más recursos que un mineral y el trabajo que este daba y en especial a mí, que soñaba con volar lejos, con perderme en el mar como una de esas gaviotas sobre las que tanto había leído. Como el ave fénix, mi amado ave fénix, que se alimenta de la combustión, tal y como este valle hizo. Yo, ingenua, crecí sin saber lo que era un político, crecí sin saber lo que era un embarazo, claro que antes de estas cosas no sabíamos tanto como ahora, crecí sin pisar más lejos de Oviedo, crecí bajo el yugo de una dictadura, crecí siendo mujer con ganas de explorar en un país en el que los pantalones de explorador eran exclusivos de hombres. Crecí encauzada, tal y como los frejoles lo hacen con un palo que guiaba mi trayectoria. Pero, ¿qué pasaba si intentaba romper esa guía? ¿Me perdería del rebaño como decían en misa? ¿Me castigaría dios?, o por el contrario, vería mi esfuerzo recompensado de alguna manera, ¿sería algún día capaz de salir de este Turón? ¿Y si el resto de lugares eran así?

Me negaba a que el carbón fuera lo único que importara, me negaba a que la tierra, con el derecho de una madre, se cobrara las vidas de los mineros a cambio de carbón que calentaba a otros en su mayoría, me negaba a que ese calor fuera para hacer barcos en los que los ricos y los perseguidos se alejaban de sus raíces, me negaba a que el esfuerzo de tantos hombres como mi padre se viera tan poco recompensado. Y tanto escribí a favor de esos perseguidos como mis tíos, en contra de los ricos, sobre la falta de recursos de la clase obrera, sobre mis pájaros y las lindes de la mente humana, que la primavera se me pasó como el soplo de una brisa en la hierba alta. El día de San Juan, hicieron una hoguera y la gente bailaba en la romería, yo atontada miraba al fuego, ensimismada esperaba ver a un pájaro salir de las columnas de llamas. Lo más parecido a un fénix que vi en mi vida, fue un pitu, al que le tuve que cortar la cabeza y siguió corriendo un rato ya sin ella. Triste, triste que a todo lo que aspiraba, se me convirtiera en cenizas a momentos, yo escribía y escribía y cuantas más páginas llenaba más me daba cuenta que solo unos pocos privilegiados podían ir a estudiar a las grandes ciudades, nada me hervía más la sangre que la desigualdad de clases. Yo, tan mujer como todas, sabía que mi destino era fregar, planchar, tender, cocinar, atender a un marido y tener hijos. Pero mientras la rutina del valle me mataba y algo tenía que hacer, no podía quedarme de brazos cruzados viendo a mi familia partirse el espinazo para rascar un día más.

Un día, la guardia civil se presentó en nuestra casa. Al parecer alguien les había informado de que mi padre y yo escribíamos y divulgábamos ideas antifranquistas y que mi padre mantenía contacto con sus hermanos que estaban en el monte escapados. Lo registraron todo, le pegaron una paliza a mi madre, a mi hermana y a mi hermano, y a mi padre y a mí, con solo dieciséis años, nos llevaron presos. Bien sabe dios que yo no tenía idea de lo que era ser de un partido o de otro, yo, ingenua, escribía lo que se me pasaba por la cabeza. Y lo dejaba en un arcón que tenía en la habitación.

Un guardia civil con un bigote muy espeso y unos ojos azules y diminutos que nunca olvidaré, me preguntó durante horas que por qué tenía esos escritos en mi habitación, que dónde estaban mis tíos, que quién me había enseñado a pensar como una roja de mierda, y un largo etcétera lleno de insultos y de golpes. Les dije la verdad, que para ellos, era una mentira de "roja mocosa de mierda que apenas le han salido las tetas a esa puta, y ya le han salido los ideales de rojos, como a los piojosos de sus tíos". Juro que dijeron eso. Me raparon la cabeza y me hicieron beber el peor brebaje de mi vida, aceite de ricino, creo que lo llamaban, solo provocó en mí que no me pudiera apenas mover sin que vomitara. Una semana después me dejaron a la puerta de mi casa, torturada y rapada, no volví a ser la misma. Jamás pensé que volar me iba a doler, pero cuán equivocada estaba.

Sin las lindes del valle, las estaqueras de los praos, eran los límites de la vida en Turón, las normas de la iglesia y de la dictadura eran las lindes de las mentes en Turón, no solo en mi valle, en otros muchos valles mineros en los que la clase obrera estaba castigada, en los puertos de mar y en el resto de España. 

Laura Fernández González - 1er Premio David Varela 2014