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La mujer de mi vida

La mujer de su vida es para Pelayo Salor, 2º premio David Varela 2014, el manantial de todos sus recuerdos. Una abuela, referencia generosa de todos los olores, sensaciones y momentos fugaces que fijaron en el autor una historia para él desconocida. Una mujer seductora, de las tantas luchadoras y fuertes que lograron lo imposible.

Me acuerdo de la infancia, de aquellos maravillosos años y lo digo así, como si hubiera pasado una eternidad que día tras día se pierde y se la llevan las olas.

Recuerdo salir del colegio y correr, parando en todas las carreteras que encontrábamos para que nuestras madres, rezagadas y condenadas a no poder seguir el ritmo de unos niños que apenas llegaban a los 6 años, nos cruzaran la calle para seguir corriendo hasta nuestra próxima parada; y llegábamos a los columpios y luchábamos como gigantes molinos de viento para conseguir nuestro preciado trofeo. También me acuerdo de las historias de mi madre, aquellas historias que escuchaba cada vez que bajaba a Mieres en aquellos buses que aborrecía y que pensar en su olor me provocaba un terrible mareo que iba de la mano de horribles náuseas. Por eso era por lo que mi madre, la de las historias, siempre llevaba una bolsita en el bolso, por si las moscas.

“Ahí vivía güelita” me acuerdo que me lo decía siempre que el bus en su ruta pasaba  por CabojaI, y yo miraba pensando cómo era su vida en aquella época. Una época negra como el agua del río, no solo por cómo estaba España, sino por el carbón del valle, ¡cuántas veces lavaría mi abuela las sábanas porque se le quedaban negras tendidas en el tendal de casa!

Así me lo decía ella, que tuvo que dejar el colegio cuando apenas era una niña de 12 años y tuvo que ir a cuidar de la casa y a coser. Me gustaría haber visto a una de las mujeres a las que más cariño tengo cuando la juventud corría por sus venas y la hacía imparable.

Cuando en su cara no había rastro de arrugas y lucía con estilo aquellos rizos que llevaba siempre peinados pero sin esfuerzo, siempre natural. También recuerdo sus historias, las más bonitas son las de amor, la pequeña luz que iluminaba con esperanza. Mi abuela no era otra más, mi abuela enamoró a mi abuelo y me imagino que de aquella ella sería la más envidiada del pueblo. La imagino bailando y riendo en una sala y de fondo una música divertida, como la que es capaz de elevarte e invadirte todos los músculos del cuerpo y te hace bailar como si hubieras perdido la cabeza.

Mil fotos en blanco y negro se acumulan y las observo con detenimiento analizando cada detalle como si del mayor arte se tratara, y lo es, el arte de los recuerdos.

Sueño con que  mis recuerdos algún día sean observados y disfrutados con el mismo entusiasmo con el que yo ojeo las fotos de la mujer de  mi vida.

Echando una vista hacia atrás, recuerdo cuando me cogía de la mano antes de dormir y me repetía una y todas las noches las mismas canciones, recopilatorios que habían pasado de generación en generación. A ella, se las cantaba su abuela del mismo modo que hacía conmigo. Era un divertido modo rutinario de darme las buenas noches e introducirme al sueño.

Mi abuela luchó por su casa y por su familia y un tiempo después por enloquecer como lo hizo al hombre de su vida, aún hoy se acuerda de él, de cuando se disfrazaba para hacer a sus nietos reír. Cómo fumaba y cómo nunca se perdía el telediario. Lo hipnotizaban todas aquellas noticias que aparecían en el televisor.

Mi abuela era una gran cocinera, solía prepararme unas torrijas que habrían despertado a todo un ejército derrotado y les hubiera animado a seguir en batalla, así cocinaba ella. Y no hablemos de su arroz con leche, de cómo sabía aportar el justo sabor a canela sin excederse. Yo que era un niño que no paraba, quería probar y me acuerdo que me colocaba un pequeño cuenco con agua encima de la estufa y me lo llenaba de agua como si de una pota se tratase. Allí añadía garbanzos, fideos e incluso macarrones, y luego se Io daba a los muñecos que había heredado de mi hermana y que ya vivían en casa de mi abuela. Cuando iba a verla a ella, Ies preguntaba qué tal habían pasado Ia semana y si tenían hambre iba a la cocina a prepararles alguna de mis recetas. Para mí eran mis críticos culinarios y Ies sobornaba con tirones de pelo.

Y cuando me llevaba a la guardería, me encantaba salir de la guardería y ver a ”güelita” en Ia puerta. También me acuerdo de que siempre me contaba que un día se cayó  al coger una flor en el jardín de lo que hoy en día es Fucomi, entonces un muchacho, que supongo seria mi profesor, salió a ayudarla a Ievantarse. Había sido todo porque me quería devolver mi “guegalo”.

De pequeño demostraba mi cariño regalándole cosas a mi abuela y Ilevándoselas a Ia mano y me acuerdo que mi frase siempre fue la misma: “toma güelita, un guegalo”.

lnocencia y recuerdos que se lleva el tiempo y el aire como las hojas en otoño, igual.

La mujer que fue criada por otra gran luchadora, mi bisabuela. Fuerte como el hierro o el carbón que desde pequeña extraía en la mina donde trabajaba.

Capaz de levantar una casa y  cuidarla junto con sus tres  hijos. En aquella época era una cifra extremadamente mínima. Deseos siendo deseados, órdenes y vagancia, reportajes fotográficos que parecían ser dibujos hechos a mano, una época marcada por los cambios y por la represión de la sociedad, la mujer era el último mono, el hombre que tenía todo el poder. Una mujer de pelo largo, aspecto sombrío, marcada por una y mil batallas, suyas propias todas, Josefa se llamaba. Siempre elegante, vestida de oscuro en las grandes ocasiones, cuando no, llevaba ropa del trabajo pero aun así era preciosa. Pretendientes pedían su atención, era otra época, hoy en día hubiéramos pedido el número de móvil. Protesto por perder todo este romanticismo, la lentitud y por una parte, el respeto a lo cuerdo.

Me abrumo pensando la cantidad de mujeres luchadoras, fuertes y poseedoras de una maravillosa belleza que ha habido en las últimas generaciones de mi familia, pero por otra parte, me siento orgulloso de echar la vista atrás y ver que con valentía, amor, trabajo y no creyendo en los “no” de la gente, todo se puede.

Pelayo Salor Vázquez - 2º Premio David Varela 2014