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Zoilo .... el hermanu de Nito

“Zoilo… Tienes que hablar con Zoilo, es una verdadera enciclopedia existencial”. Esas son las palabras que muchos, familiares y amigos, me repetían con insistencia cuando hablábamos de entrevistas para nuestra página turonesa. Zoilo, así a secas, suena tan exótico que uno se hizo su propio retrato, el de un trotamundos feliz, lleno de vivencias, presumiendo de turonista por la vida y hasta con cierta sabiduría. Pero Zoilo es eso y mucho más. Zoilo nació para escritor y el poder de su palabra nos arrastra sin resistencia alguna por un pueblo que recrea, defiende y reivindica como suyo. Cicerone entusiasta y brillante de nuestra memoria el “hermanu de Nito” nos adentra en su vida haciéndonos sentirnos uno más de su familia. Por poco terminaríamos compartiendo genealogía. El filtro selectivo de su memoria se quedó con lo mejor de su infancia, una infancia en la que, más allá de las privaciones, triunfó una imaginación sin límites que queda plasmada aquí en unas evocaciones que sacuden inevitablemente nuestras propias remembranzas. De la inmaculada nieve de Polio hasta la negrura peligrosa del pozu La Lloca, un mundo de “picias” y un tanto atrevido que el propio Zoilo califica de momento de supervivencia…”los supervivientes del 40”. Era, y muchos podrían dar testimonio de ello, un mundo en el que la felicidad mental tenía que compensar un entorno socioeconómico, a veces peligroso y dramático y casi siempre, sino precario, bastante escaso. Quedan para el recuerdo, el hierro vendido al chatarrero, los arándanos de Polio, les mores de les caleyes, la fruta comida “al pasar”, les fogueres de San Xuan … Este es Zoilo, el hijo de Benigno Gutiérrez, de San Justo, y Marina Martínez de Vega, de Peñule, orgulloso de su pueblo y de su genealogía, con palabras justas, sentidas y afectuosas para cada miembro de su familia. “No dejes que tu pasado te dicte cómo eres; pero deja que forme parte de cómo vas a ser”, ese sería el lema de su vida.

 

 “Lo que impresiona en la infancia perdura
como una flor de lis grabada en nuestra imaginación”.
( Javier Marías)


PRIMERA PARTE: Recuerdos, genealogía y estudios.

Llego hasta donde llega mi recuerdo...



No diré que hasta el vientre de mi madre; pero casi. Nací en enero de 1936 y esos primeros años nos marcaron a todos de miedos, de fríos, de carencias, no diré que de hambres; pero sí de escaseces muy parecidas al hambre. Luego leí a James M.Barrie, el autor de “Peter Pan”, que dice que “Dios nos dio la memoria para que pudiéramos tener rosas en diciembre” y opté por la memoria selectiva para quedarme con lo mejor de mi infancia.


Mis padres nunca pudieron regalarme juguetes; pero que no fue traumático porque a todos mis amigos les sucedía lo mismo. Y es verdad. A falta de juguetes teníamos imaginación para divertirnos jugando al escondite, al salto de la muerte, al salto de longitud y al triple salto -era el más barato y atlético de todos; nos bastaba una raya trazada en el suelo- al gua, al lirio, a la peonza; corríamos la Vuelta a España, el Tour y el Giro con chapas de cerveza, en las aceras de casa Gene y de casa Ladreda; nos bastaban un aro y un gancho para andar en bicicleta; jugábamos al fútbol con pelotas de papel o de trapo, en alpargatas o sin ellas, y eso no impidió que amigos míos, como Luis Jul, jugaran con el Deportivo Turón en Tercera, ni que yo mismo hiciera la mili jugando con el Sabiñánigo también en la Tercera División aragonesa. 

Pero mi recuerdos llegan hasta aquellos copos de nieve como sábanas, que yo veía caer ensimismado con la nariz pegada a la ventana de la cocina, esas botellas de agua y los ladrillos calientes que mi madre ponía en la cama en las noches de invierno, los primeros olores a tinta de imprenta de los paquetes de los periódicos de Oviedo en la entrada de casa, que mi hermano Nito repartía, sin sospechar que esa iba a ser mi primera afición al periodismo.

picu polio nevado.jpg
También están bien presentes esos baños en pelota, con los amigos de El Lago, en el pozu La Lloca de la Rebaldana y en el remolín de La Bárcena, donde aprendimos a nadar tragando agua de carbón y de donde salíamos negros como mineros, y fue un milagro que no nos envenenáramos.


Supervivientes del 40


Recuerdo mis primeras obligaciones de coger astilles para la cocina, cardeñes para los conejos. Las segundas, de ir a comprar a los economatos de La Rebaldana y La Cuadriella, a buscar la leche a casa de mi tío Pedro en Los Corrales, a llevar la comida a mi padre en San Benino y a mi hermano Marcelino en Polio siempre que doblaban, que era casi siempre. Me acompañaba muchas veces mi amigo Norino y bajábamos esguiando por los rieles de los planos, sentados en tejas o felechos, hasta San Vítor. Así fueron nuestras primeras lecciones de esquí, y fue otro milagro que no nos matáramos. Al ver ahora las precauciones de mis nietos me convenzo más de que aquellos guajes del 40 fuimos supervivientes. A veces tenía que subir a Polio la cena para mi hermano y esa era una historia de miedo, porque eran tiempos de maquis, con los moros del cuartel de La Cuadriella patrullando el monte…., con aquellas “culeras”.

Y qué mañanas aquellas de los domingos metidos en el río, junto al taller de El Lago, pescando remaches y metales de todo tipo para vender al chatarrero y aquellas subidas al picu Polio para coger arándanos; a las zarzas de todes les caleyes para coger moras y machacarlas en una botella para tomar nuestros primeros zumos; las iniciativas del grupo de amigos para robar manzanes, peres, cereces, figos, piescos, castañes, ablanes y nueces. Eso nos salvó. Gracias a eso pudimos tener una alimentación equilibrada, que nos permitió crecer hasta el metro setenta y nueve y ganar el campeonato de Asturias de balón volea, allá por el año 1954 o 55, con el equipo de la empresa.

Pero también se me enciende la memoria con les fogueres de San Xuan en la plazuela de El Lago, en la misma plazuela donde jugábamos al frontón contra la pared de la casa de Ezequiel el lecheru y donde se instalaban los espectáculos de los titiriteros, que más que titiriteros -como mis geniales amigos de “Libélula”, creadores del festival “Titirimundi” enbalonvolea.jpgSegovia-, eran pequeños circos ambulantes, con su oso bailarín, sus cabras equilibristas y sus saltimbanquis…Todavía recuerdo, en esa misma plazuelita, los espectáculos elementales de las “Coplas de Ciego”. En los primeros años 40, y antes de cantar el “cupón prociegos”, llegaba algún ciego por el Valle, con su violín desafinado o un acordeón destartalado, a cantarnos historias pasionales, siempre truculentas, de mujeres engañadas, embarazadas y abandonadas por señoritos, como si no tuviéramos bastante con nuestros propios dramas. Y recuerdo también cómo nosotros mismos imitábamos a los ciegos de las coplas, improvisando “cencerradas” con tonadas picarescas en las ventanas de viudos y viudas la noche de bodas.

 





Éramos felices y no lo sabíamos


Infancia feliz, pero una época casi transnochada: la casa de mis abuelos de San Justo sin luz, Turón sin teléfono hasta finales de los cincuenta, cuando se instaló la centralita de la Veguina, junto a la pista María Luisa. La ropa siempre heredada de hermano en hermano. La pizarra y el pizarrín eran nuestro ordenador y nuestra impresora.

Podría seguir desgranando recuerdos como desgranábamos panoyes; pero los mayores ya me entienden y a los menores les es difícil entendernos. Y hablando de panoyes, ¿cómo no recordar aquellos trabajos colectivos de la siega, la matanza o la esfueya, cuando todos los vecinos de San Justo, de Villandio o de Peñule iban de casa en casa colaborando en las faenas para terminar con el picadillo, la tortilla y la bota de mano en mano, y con aquellos juegos también colectivos de “¿qué cosa cosiquiña ye?”….Los niños nos dedicábamos a pisar la yerba en los pajares y a comer como si hubiéramos segado el prado entero.

Esta lista de recuerdos llega hasta los diez años, cuando dejé Turón para estudiar el bachillerato con los dominicos en Corias. En Brasil, donde viví 15 años, se dice una frase que me sirve para cerrar este capítulo de infancia: “éramos felices y no lo sabíamos”.

 

Yo, Zoilo, habiendo nacido de buenos padres…


Familia2.jpgMis padres fueron Benigno Gutiérrez, de San Justo, y Marina Martínez de Vega, de Peñule, criada en El Candanal, donde se conocieron, casaron y tuvieron la primera casa, antes de construir y vivir en la de El Lago. A todos los efectos y para todos los vecinos y conocidos siempre fui Zoilín el fiu de Marina, lo mismo que todos mis hermanos y amigos –Luis el de Elvira, Norino el de Antonia, etc.-, en aquella sociedad contradictoriamente machista y matriarcal al mismo tiempo, en la que mandaba el hombre; pero gobernaba y administraba la mujer. Lo cierto es que siempre me identificaron como Zoilín el de Marina y cuando murió mi madre, a mis 47 años, pasé a ser el hermanu de Pepe, Fredo, Marcelino o Nito –mis hermanos mayores; pero sobre todo de Nito, el más popular de la casa- e, incluso el hermanu de Pili, mi hermana menor. Mi nombre siempre fue relegado por el principal de mi tío y padrino Zoilo, el jefe del economato y de la Sindical, o sometido a la sombra de alguno de mis hermanos. Viví tan poco tiempo en Turón, que casi no tuve derecho de ciudadanía.

Ya fallecieron mis hermanos Pepe, Alfredo y Marcelino, éste último en Buenos Aires, a donde emigró a comienzos de los 50. Yo viví allí con él y con su mujer Lola, de Linares, en 1960 y lo seguí visitando hasta su muerte, hace cuatro años, y quiero decir aquí que sólo emigró a la Argentina físicamente, porque mentalmente siguió siempre en Turón, recordando cada día de su vida a sus hermanos y amigos y acompañando todos sus pasos…a la mina, al bar, a la pista María Luisa, a la fiestas de la Soledad, del Cristo y a todas las del Valle… Su cabeza nunca salió de Turón, y los únicos libros que leía, releía y comentaba sin parar eran los libros de Lito sobre el Valle, que mi hermana Pili o yo le mandábamos a Buenos Aires. Ahora ya está plenamente integrado a Turón, porque depositamos sus cenizas en el panteón de la familia en Villapendi.

Mi hermano Nito anda por Mieres hecho un chaval de 81 años, coincidiendo mañana y tarde con todos los turoneses de la villa, y mi hermana Pili por Oviedo con su marido Roberto, saludando también a todos los turoneses de la capital. Todos nos reencontramos en Turón, y siempre en casa Toli, de mi prima Guillermina. Ella y yo nos tenemos un cariño especial, porque, aunque es más joven que yo, somos amigos desde niños en la casa de mis abuelos de San Justo. Los que más frecuentan Turón son mi cuñada Lina, viuda de mi hermano Alfredo, y sus hijas Mari Ángel y María José. Para ellas cualquier motivo es bueno para volver al valle, donde conservan a todos sus amigos. María José cultiva camelias en su casa de Liñero y las expone en la Fiesta de la Camelia en Turón, de la que es directiva. Con Lina hablo largamente por teléfono una o dos veces por semana y siempre de Turón. En diciembre cumple 86 años y tiene una memoria envidiable, que refresca la mía. Aunque el gran memorialista de la casa es mi hermano Nito, que nunca se alejó de Turón o de Mieres y que fue testigo directo de todos los acontecimientos de la familia, y yo diría que de todo el Valle, porque conoce y recuerda a todo el mundo. casa familiar en san justo.jpg
 

Reivindicando a San Justo



Yo nací y viví en El Lago; pero me identifico con San Justo, donde vuelvo a sentir las voces y las huellas de mi padre, de mis abuelos, bisabuelos y tatarabuelos en aquel caserón familiar de finales del siglo XVIII.  Gracias a mi querido amigo Lito, cronista mayor del Valle de Turón, puedo identificarlos en el árbol genealógico, desde el mayorazgo Diego Martínez de Vega, nacido en 1611, y el presbítero Leandro Martínez de Vega, nacido alrededor de 1550 y fallecido en 1627, que fue párroco de la iglesia de San Juan Bautista de Mieres y fundador de la Obra Pía, y al que está dedicada la calle Martínez de Vega, de Mieres, hasta mis abuelos Marcelino y María, que siguen vivos en los recuerdos de mi primera infancia. A mi abuelo lo acompañé como monaguillo a su última morada en Villapendi. Tendría yo siete años.

Otro Alonso Martínez de Vega, nacido en San Justo 1792, se casó en Figaredo con Bernarda Fernández del Barrio y dio origen a mi ascendencia materna, que llega, naturalmente, a mi madre, pasando por mis abuelos José María y Josefa. Él vivió 85 años y lo recuerdo también perfectamente, presidiendo en la galería de su casa de Peñule la comida familiar en las fiestas de Santiago.

Estos alardes genealógicos serían una frivolidad si no fuera porque están localizados en San Justo, que es el asentamiento humano más antiguo del Concejo de Mieres. Esos orígenes de San Justo que como decís en la página podrían situarse en la prehistoria, y que “aún se puede contemplar la edificación que originariamente fue el cenobio y hospital de peregrinos. En un dintel de entrada al antiguo monasterio está grabado un llamativo epígrafe”. Pues bien, se trata precisamente del dintel de la casa contigua a la de mis antepasados. Como dices muy bien, fue cenobio en el antiguo Camino de Santiago y, en consecuencia, pudo haber sido construida en los siglos IX o X. La de mis abuelos, donde nació mi padre y todos sus hermanos, entre ellos Manuel, el padre de Guillermina, data del año 1795 y fue construida por mi tatarabuelo Alonso Martínez de Vega. Me satisface que en la página web aparezcan dos fotos, una de ellas de Jorge Varela con una de mis parientes, la última vecina de San Justo, y otra del dintel del monasterio, del que acabo de hablar.

Decía el escritor portugués Miguel Torga que “nacemos en un sitio y durante la vida seguimos ya viendo el mundo desde la roca que nos sirvió de primer mirador”. Para él –emigrante en Brasil- ese mirador fue la aldea de Sao Martinho de Anta, en Tras-os-Montes. Aunque nací y viví hasta los nueve años en El Lago, para mí ese primer mirador del mundo fue San Justo, a donde me encantaba subir desde niño y donde me identifico plenamente con mis ascendientes y donde mis genes se reconcilian con los de todos ellos.

La bellísima película “Mi gran boda griega” trata de una familia de esa nacionalidad, residente en Chicago. La hija se casa con un norteamericano y el hermano le aconseja el día de su boda, refiriéndose a las tradiciones familiares: “no dejes que tu pasado te dicte cómo eres; pero deja que forme parte de cómo vas a ser”. Yo adopté ese consejo como una de las claves de mi vida: siempre estuve orgulloso de mis orígenes, de mi familia y de mi Valle, y quisiera ser más turonés de lo que soy, sin el desgaste que ocasionan circunstancias y deformaciones de la vida.
 

con lito.jpgDe La Salle a Corias, encontrando mi camino


Mis estudios en el Valle fueron los primeros años en el colegio de La Salle, de los siete a los diez años. Así como mantengo frescos recuerdos más tempranos, siento que el colegio me dejó más enseñanzas que recuerdos, o que éstos se fueron diluyendo con el tiempo; pero hay uno que tengo muy claro, y es un cuartito minúsculo, al lado de la entrada principal, donde aprendí a escribir a máquina en una vieja Remington. No sé lo que me llevó allí. Tendría siete u ocho años y no podía presentir que esa iba a ser mi herramienta de trabajo por el resto de mi vida. Mucho después entraron en ella las máquinas portátiles, las eléctricas y los ordenadores; pero nunca olvidé mi primer amor por aquella Remington, donde me sentí por primera vez escritor.

Asisto siempre que puedo a las comidas anuales de los antiguos alumnos en Urbiés y trato de llenar ese vacío con las historias de mí mismo que me relatan los viejos compañeros. Me sucede lo mismo con otras etapas confusas de mi vida, que he vuelto a reconstruir gracias a las memorias de otros que en ese momento pasaban por allí. Sería porque, al igual que el colegio de la Salle, no me marcaron lo suficiente o porque lo abandoné muy temprano.

Mucho más precisos son los recuerdos del bachillerato en Corias y de filosofía en Santander, sobre todo por la intensidad y la importancia de los estudios, en un régimen de internado y disciplina, que me llevó sin esfuerzo a una vida intelectual que he tratado de mantener hasta hoy. De aprender a leer, a escribir y a contar en la Salle pasé a aprender a estudiar y a sentir curiosidad por todo, con excelentes profesores, que nos animaban a desarrollar nuestros talentos individuales. El padre Felipe Lanz, fue decisivo para iniciarme tanto en los textos como en la práctica literaria, y a los 12 años publicaba los primeros artículos en la revista del colegio. Fue emocionante reencontrarle muchos años después, en su convento de la Virgen del Camino de León. Estaba muy anciano; pero me recordaba perfectamente y acompañaba mi trabajo de periodista. Creo que también él se sintió realizado conmigo y agradecido de mi enorme gratitud.
 


Entrevista realizada por Jorge Varela para elvalledeturon.net, Turón, octubre de 2011