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Canga abajo, Canga arriba… la escuela de Repedroso

Las fotos individuales son como rincones de intimidad, la lectura siempre póstuma de momentos de vida. Son el reflejo de un instante que desaparece al ritmo del clic para empezar una nueva existencia hecha de sobresaltos y de olvido hasta un resurgir postrero de recuerdos embellecidos y truncados. Pero a quién pertenece el relato de una foto colectiva. Muchas caras, algunos nombres y remembranzas que rebasan los bordes demasiado herméticos del documento. Cuarenta alumnos y cuarenta pinceladas multiplicadas por otros tantos toques de padres, familia o amigos. La clase de doña María Luisa reclamaba pues una voz coral. Con Amor, David y Jorge revive una de las tantas, y seguramente subjetivas, facetas de la escuela de Repedroso.

 

 

 

 

 

LA ESCUELA DE REPEDROSO

 

CANGA ABAJO, CANGA ARRIBA

Vivíamos en Enverniego, al otro lado de la ladera, donde llegamos en 1951. Detrás de casa había un pequeño camino hacia Casarriba y luego se llegaba a la pendiente donde empezaba el sendero de la Canga,  ahora enterrado por la maleza. Era el camino obligado, estrecho y empinado, muchas veces impracticable  y sobre todo peligroso, difícil de caminar e igual de agotador al bajar que al subir. Pero no había otra solución para llegar a la vaguada, pasar el río Turón, cruzar dos carriles sin paso a nivel, el del tren minero de Fortuna a la Rebaldana y el del pozo Santa Bárbara con toda su actividad, vagones, etc, todo un peligro para los niños.

A decir verdad, a la gente no le gustaba y le costaba pasar por allí, pero no había otras alternativas porque los niños, que vivían de nuestro lado, tenían que asistir a la pequeña escuela de Repedroso. Era la más cercana para los de nuestro pueblo. La de Lago, frente a la casa de los tíos Antonio y Milde, era para las niñas y la de niños estaba en Villapendi y eso suponía el caminar más de tres kilómetros.

La Canga era el trayecto inevitable también para llegar a la Rebaldana, su pozo y sus minas, donde trabajaban los hombres de las aldeas circundantes. Pero también era la única ruta al Economato y a la tiendina,  pertenecientes a la empresa minera Hulleras en Turón, donde se abastecían las mujeres de Ablaneo, Fresneo, Catañir, Enverniego y tantas otras aldeas situadas de Lago para arriba. Era una época  complicada, a veces todavía con carencias,  tiempos de compras apuntadas en la libreta y descontadas a finales de mes de la paga de los mineros. 

Al llegar a la carretera, pasando por el túnel debajo de la "plaza de la madera",  cuando ya se habían vencido casi todos los obstáculos de las piedras, del barro o de la maleza, todavía quedaba una buena cuesta hasta llegar a la escuela. Había que subir la escalera del “caleyu”, lindando con la casa de Sabino, que después de tanto esfuerzo parecía interminable. Era de piedra y cruzaba primero el sendero que venía desde el pozo por detrás de la casa de Rafael Amat hasta Repedroso,  para encontrarse finalmente con el camino de Pervaca.

El último esfuerzo era subir por el “senderín del prau” por debajo de la escuela que estaba en el bajo de la casa. De aquella, como suele pasar con los recuerdos, nos parecía enorme. Arriba vivían Nedina y Julio, que a día de hoy, siguen ocupando el edificio. Allí dejaba a Jorge. A veces iba hasta Pervaca a trabajar la tierra o volvía a Enverniego para lavar la ropa en el río o terminar mis tareas domésticas. Pero a las cinco de la tarde era la salida de la escuela, volvía a por él y esperábamos en Pervaca el regreso de David  de la mina y volvíamos a Enverniego con cosecha de la güerta. 

Era una larga caminata diaria, a veces cuatro veces al día, pesada y rutinaria, la mayor parte del camino con Jorge  a cuestas porque no le gustaba demasiado caminar. Pero el sacrificio valía la pena. Era el precio a pagar para que pudiese disfrutar de la excelente enseñanza de la maestra María Luisa Echevarría Lavandera.

 

EL MOLINO DEL POZO LA LLOCA

El camino también tuvo su tragedia. Chuso Chatarra, un joven  talentoso, con una memoria prodigiosa que conocía de memoria los santorales, regresando del Bar de Román en Enverniego, cayó por la ladera peñascosa al río y perdió la vida. El peligro era real y no solían pasar caballerías por temor al terraplén que daba al río.

Pero no podemos mencionar la dichosa Canga sin hablar del molino de Agustín, hermano, cuñado y tío, y del tan famoso, sobre todo en la memoria colectiva del valle, "Pozu la Lloca".  Era en realidad un lugar muy profundo del río con un remolino bastante peligroso. Allí fue donde se había tirado la hija del zapatero del Gabitu. Decían que estaba loca. Esa parte del río, casi mítica, fue muy popular entre los jóvenes que querían nadar y experimentar sensaciones de relativa peligrosidad. El propio  Vitos, el nadador turonés que cruzó el Canal de la Mancha, fue asiduo de este lugar. El agua estaba negra por el carbón pero nada frenaba a una juventud que más tarde  intentó encontrar mejores soluciones haciendo presas río arriba, más allá de San Andrés.  Lo intentaron en el puente de la Tejera pero al subir el nivel el agua entraba en los “praos” y protestaban los propietarios. No había buena solución, quizás el Trabancu.

El molino de toda la vida, el de Agustín el molineru estaba justo al lado del pozu la Lloca. Con el de la Llera fue de los últimos del valle y después de dotarle de una vivienda allí vivieron Consuelo, Agustín y familia hasta la mudanza a Enverniego. Se llegaba a él por el prau de Román  que más tarde fue vendido a Taulfo el de Armiello. Éste lo parceló y así nació el barrio de Villafría, uno de los más recientes y mejor cuidados de Turón. La zona del molino no era un lugar muy propicio para vivir, por su proximidad al río, la humedad y lo sombrío del paraje. La gente traía el maíz para moler y los molineros  se quedaban con una  porción de la harina como pago por la molienda, la llamada maquila, para su propio consumo o para alimentar a los animales. Hoy el edificio abandonado sigue compartiendo soledad con las aguas claras y más tranquilas de la Lloca.

 

CUARENTA PARA UNA CLASE

Jorge era de los pequeños pero se hacía querer por la maestra y por todos los amigos de la clase. Los escolares formaban un grupo muy dispar en edades, en conocimientos y en interés. Un desafío tremendo para una maestra cuya paciencia parecía inagotable.

A Repedroso acudía gran parte de la familia, los primos de Pervaca Inés, Luis, José Manuel pero también los de Enverniego como Nardino. Los otros eran niños conocidos de los alrededores, del propio pueblo y de la Rebaldana, donde vivían los bisabuelos Paco y Bernarda: Lito, los de Barreiro, Josefina y su hermano o Luis  Malnero  que vivía en la  “Casa’l Siglo” que en realidad eran tres  viviendas, una hacia la carretera y dos hacia la parte de atrás y la vía.

La memoria de hoy convierte en gigante un local relativamente modesto. La escuela con sus típicas ventanas y contraventanas tenía una “antojana” de tierra que servía de patio y miraba hacia los castilletes de Santa Bárbara. Del trabajo en el aula me quedan pocos detalles concretos. Creo recordar que había varias pizarras, que sin duda permitían trabajar con diferentes grupos de edad. Además de la tiza blanca, también las había de color, lo que añadía, en mi imaginación infantil, cierta magia a la escritura.
 
Para escribir en unos cuadernos que me parecían todo un lujo, disponíamos de lápices, gomas, tinta y plumas. Ejercicio difícil el de la caligrafía, siempre con tinta. Era un verdadero milagro, al menos para mí, evitar la catastrófica y temida mancha en la hoja… "el borrón". Eso suponía el paso de la regla por las puntas de los dedos, la verdad sea dicha con poca energía por parte de la maestra y movimientos de esquive acertados de todos los alumnos. A posteriori, cabe preguntarse si mi defectuosa escritura, a veces ilegible, emergió como reacción inconsciente contra esta imposición de entonces. Mi pasión por la colección de plumas estilográficas complica aún más el análisis sicológico. Contradicciones de la vida. Pero nada puede enturbiar esos recuerdos imborrables de mi primera etapa de aprendizaje, el comienzo de una sed de conocimiento, del placer de aprender que siguen acompañando mi vida.

Entre los pocos recuerdos que me quedan aún tengo en memoria esos momentos cantando himnos con los brazos alzados en el patio a la vez que recibíamos lonchas de queso y leche en polvo que disolvíamos en agua.  Del himno y del saludo ni sabíamos el por qué ni se nos daba ninguna explicación, del queso y de la leche se nos dijo que era la ayuda de un plan estadounidense llamado Plan Marshall.  La verdad es que no entendíamos por qué teniendo nuestras familias nuestras propias vacas se nos daba leche  “artificial”.  Era un complemento, parece ser.  A mí de todas maneras no me gustaba ese tipo de leche y la única que bebía era la de las vacas de Gelina y Ulpiano, amigos nuestros, a los que mis padres ayudaban  “yendo a la yerba”  u  ordeñando las vacas cuando tenían que ausentarse.

 
UNA MAESTRA HASTA BELGICA

La recuerdo como una mujer amable, gentil y esbelta, con un modesto clasicismo en su forma de vestir y unas manos finas alargadas por unas  uñas arregladísimas.  Su voz suave y su miedo casi infantil a las tormentas completan mis recuerdos. Sonaba el trueno o destellaba el relámpago e inevitablemente empezaban los preparativos: cierre de ventanas y contraventanas,  luz apagada y así hasta el final de la tormenta, en un silencio que solo rompían algunos atrevidos e ingenuos susurros infantiles.

Celebrar su cumpleaños era casi un ritual para nosotros, siempre lo mismo pero con una motivación que suponíamos tremendamente  creativa. Llegábamos temprano, nos encerramos en el salón de clase,   con las tizas de colores decorábamos las pizarras y repetíamos alfombras vegetales con musgo y flores silvestres del monte vecino. Al llegar, Doña María Luisa se sorprendía en voz alta  de no encontrar ningún estudiante fuera, abría la puerta y recibía como cada año la tradicional canción de bienvenida por su cumpleaños. Su reacción, supuestamente sorprendida, nos convencía, una vez más, de lo acertado de nuestra secreta preparación.

Ya había dejado la escuela rural de Repedroso cuando marchamos para Bélgica, en 1963, pero mantuve el contacto con  mi maestra,   intercambiando noticias y tarjetas de felicitación por Navidad. Siempre me ha costado romper con la gente pero en este caso, esa relación a distancia, era como un justo reconocimiento, a mi manera,  a una persona que despertó en mí la pasión por los estudios.
 
Años más tarde, en los 70, de vacaciones en Oviedo, ya solo pude saludar a su hermana.  Pasé la página, pero su dedicación marcó para siempre mis primeros pasos escolares.

 

© Amor, David y Jorge, voces corales para www.elvalledeturon.net