Herramientas Personales

Cambiar a contenido. | Saltar a navegación

Navegación

Navegación
Menu de navigation
Usted está aquí: Inicio / Ocio / Palabrando / El milhojas
Acciones de Documento

El milhojas

El olfato, con un almacenamiento de más de 10.000 recuerdos, es el rey de la memoria. Es la ciencia exacta de nuestra mente, nuestra lámpara de Aladino que con su inmediatez dibuja el pasado con exactitud. Olor a castañas asadas, al café del amanecer, antes de ir a la mina, un perfume de ruralidad sobre la chapa de la cocina de carbón; el jabón de “olor”, Heno de Pravia, sinónimo de exquisita limpieza corporal; el aroma del jabón chimbo recuperando los bombachos en los lavaderos; la fragancia inconfundible del Varón Dandy de las barberías del valle… y el calor azucarado de la pastelería con sus irresistibles milhojas… Pero de este desmayo vertiginoso y breve que nos lleva a otros tiempos por el camino de la emoción siempre surgen nuevos encuentros. Porque no hay pasado sin presente. Con el milhojas de Evelia, nuestra “golosería” se desvanece cuando irrumpe Turón.


Un delicioso olor a pasteles y a pan recién horneado fue lo que me empujó hacia el interior de aquella cafetería. Acababa de llegar a Mieres y paseaba por una de sus calles. Había venido a la inauguración de una exposición de pintura de tema minero en la que yo participaba.

Confieso que me dejé llevar por el instinto más primario y elemental. Como un buen sabueso, mi olfato seguía el rastro de la presa que con toda seguridad me proporcionaría un dulce banquete. Mis pretensiones eran absolutamente básicas, instintivas, nada que ver con la elevada inspiración literaria de empalagosas madalenas.Milhojas.jpg

Y ya dentro del establecimiento se desplegó ante mí un delicioso paraíso en forma de panecillos y pasteles que lucían colores y aromas por estanterías y mostradores. Mis emociones empezaron a superar la simple materialidad, sobre todo cuando mi vista tropezó con una bandeja de milhojas con blanca y gruesa capa de merengue. Quedé como hipnotizada y adelanté a mi paladar la suave textura y el crujiente hojaldre que dislocaron por completo mi imaginación.

Cerré por un momento los ojos y me centré en unas imágenes que contemplé con toda nitidez. Entonces, pude ver… una niñita pequeña, muy delgada. Lleva un abriguito azul marino abrochado con doble botonadura, le queda grande. Alrededor del cuello una bufanda roja enmarca una carita pálida y algo triste. Dos trenzas rematadas por lazos blancos caen sobre sus pequeños hombros. Pegada al cristal del escaparate mira los milhojas de la confitería que está frente a la Estación del Vasco. Ha bajado del tren de la mano de su madre que la lleva a la consulta del médico de la villa. El pastel es el premio de consolación…

Volví a la realidad. Aquella visión había dejado en mi ánimo un poso de melancolía. Pasé al saloncito interior de la confitería. Me senté en una mesa redonda, pequeña, cubierta con un tapete de flores y unas lamparitas encendidas que con sus reflejos creaban un ambiente íntimo y familiar, propicio a la nostalgia. Me disponía a tomar mi café y el milhojas. Aquel entorno y las especiales emociones me hicieron experimentar otra situación extraña e irreal. Sentí que todo lo que me rodeaba: la salita, las mesas, los dulces, las lámparas, la joven rubia con la bandeja…todo se volvía estático y el tiempo parecía detenerse como el fotograma de una película. Fue una ráfaga de lucidez en la que tuve la sensación de que aquellas circunstancias que me rodeaban ya las había vivido anteriormente. Ese destello duró apenas un segundo y se esfumó, pero fue lo suficientemente intenso como para provocar en mí una sensación de incertidumbre.

Entonces me percaté de que en la mesa de al lado, muy cerca de mí, estaba sentada una mujer de avanzada edad, aparentaba tener muchos años. No la había visto a pesar de su proximidad. Absorta en mis ilusorias vivencias no reparé en ella. También pienso que quizás me había pasado desapercibida debido a esa invisibilidad que confieren los años. El tiempo nos va envolviendo poco a poco con su capa mágica hasta hacernos invisibles, transparentes.

Sin embargo, ella estaba allí y sí me había visto. Me miraba y extendió su mano hacia mí con un papel. Me pidió, por favor, si podía leérselo pues no veía muy bien. Encabezaba el escrito la dirección del Hospital de Murias. Debajo, una escueta nota: “Seguir con la misma medicación. Volver a los diez días”. Y la firma ilegible del médico.

Murias.jpgDijo que había entrado en la cafetería para tomar un vaso de leche con azúcar porque se sintió mal después del tratamiento que recibía en el hospital. Le pregunté si necesitaba alguna cosa o si quería que la acompañara a su casa. Dijo que no, que ya estaba mejor, tenía controlada su enfermedad y que esos contratiempos sabía superarlos, acostumbrada por una vida que le había enseñado a ser fuerte. Ahora sus hijos estaban lejos, tenían su propia familia. Ella vivía sola.

Pronto su actitud comunicativa empezó a captar mi atención. Aquella manera de expresarse no se adecuaba a lo que se espera de una persona tan mayor y además, enferma. Sus ojos, que en principio parecían ensimismados, adquirían al hablar, una viveza y un brillo extraordinarios. A pesar de su aspecto frágil, conservaba la fuerza en la voz y en el gesto enérgico de las manos envejecidas. Las arrugas entrecruzadas del rostro parecían dibujar con firmeza su historia.

Una historia que, animada por mi interés, empezó a contarme. Dijo que ella era una mujer del carbón. La mina y una pequeña casa de labranza habían sido su vida. Todo había girado en torno a ellas. Se había casado con un labrador castellano que vino a la cuenca para trabajar de minero. Era picador, bajaba cada día al pozo y ella se ocupaba de los tres hijos y de la pequeña hacienda heredada de sus padres. Eran tiempos de duro trabajo pero también recordaba momentos de felicidad. Y mostraba una leve sonrisa hablando de los bailes, la música de acordeón, la merienda en el prado de la fiesta…

Hizo una pausa. Vi que su mirada se apagaba y se teñía de tristeza. Presentí que iba a contarme algo distinto y así fue. Dijo: “El destino me tenía preparado un duro golpe. Una explosión de grisú sepultó a mi marido y a otros dos compañeros. Nunca olvidaré el sonido de la sirena aquella noche. Me encontré sola con los hijos pequeños todavía y empezó para mí una vida muy diferente. Tuve que luchar para sacar adelante la familia. La labranza no era suficiente y empecé a trabajar en el carbón, la escombrera y largas horas a la cinta transportadora, separando la pizarra. Mis manos se agrietaban y luego debían lavar, cocinar, limpiar.”

Por un momento me olvidé de nostalgias. La historia de una mujer que se forja en la adversidad y el sacrificio nos tocaba de cerca. Aquella fragilidad que mostraba era solo aparente. En sus palabras no había rencor ni quejas de injusticia. Dijo que sabía afrontar la vejez y la soledad y que su vida era esa, la que le había tocado vivir, la suya, y que no hubiera podido ser de otra manera.

Su estoicismo hacía pensar en esos árboles centenarios que tienen la corteza cuarteada por el frío, el calor, el viento o la helada,Accidente minero.jpg pero que se sujetan fuertemente a la tierra con profundas raíces. Ella era una heroína anónima, una de tantas mujeres que vivieron y viven aún en las cuencas mineras. Mujeres que nos son tan cercanas, tan familiares.

Terminé el café ya frío; del milhojas, la verdad, me había olvidado. El tiempo y el espacio habían adquirido para mí una nueva dimensión. La nueva dimensión que siempre añaden las emociones.

Al salir me fijé en un cuadro colgado en la pared, un grabado que representaba a una mujer muy elegante vestida a la moda de los años veinte. Falda larga ceñida al cuerpo, blusa vaporosa con lazada, collar de perlas, botines y sombrero. Sobre el regazo las manos blancas y muy finas. En su rostro de lánguida mirada, unos labios rojos y sensuales. Otra mujer también de entonces. Un bello y frívolo adorno que se prolonga en el tiempo en una estética vana y superficial. Pensé seriamente en dejar de admirar para siempre el lujoso y brillante mundo del Gran Gatsby. Es más, lo detesté.

Nos despedimos con la naturalidad de quienes se conocen de toda la vida. Sin importarnos demasiado las promesas de volver a vernos, sin embargo, nos dijimos que, tal vez, el destino habría de depararnos otro encuentro, otro rato de charla.

Se acercó a mi oído, parecía querer hacerme una confidencia y en voz muy baja, como en un susurro, me dijo: “Me llamo María y soy de Turón”.

Mieres del Camino

 © Evelia Gómez, abril 2014