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Cuestaniana

Cuestaniana, una curva, un puente y otro mundo: la Cuadriella con su lavadero, las casas de los ingenieros, las oficinas... El final tangible de los sudados esfuerzos mineros. Trenes desbordantes, soplos de humo, chirridos metálicos y maquinistas atentos y joviales. Con su relato, Evelia Gómez “superpone las imágenes que, a cámara lenta y en blanco y negro, brotan del recuerdo…” de cada uno de nosotros.

LA CUESTANIANA

 

Subo La Cuestaniana. Mejor diré… Imagino que subo La Cuestaniana.

No dejo que la realidad estropee mis sueños.

Con la niebla blanquecina de la mañana difumino el contorno de unas casas en la orilla de la carretera y cuelgo en el aire un puente que ya no existe. Rodando por la pendiente escucho los ecos de lo que en otro tiempo fueron voces.  

Voces como las nuestras.

Yo acababa de cumplir cinco años y mi hermana, siete. Por ser la mayor, sobre ella caía la responsabilidad de cuidarme cuando íbamos solas a la calle.

 ¡No  sueltes a tu hermana de la mano! ¡Ay, pobre de ti si le pasa algo a Velitina!

Era la repetida advertencia de nuestra madre cuando salíamos de casa. Ella siempre veía peligros a nuestro alrededor: trenes cargados de carbón cruzando la calle, cables, la escombrera, el río tan negro bajo la galería, el humo, la carbonilla que empañaba los cristales de las ventanas, la sirena de la mina marcando horarios y tragedias. Pero nosotras habíamos nacido en medio de aquella vorágine minera, no conocíamos otro lugar, era por tanto, el  medio natural en que transcurría nuestra  infancia. Por el contrario, para nuestra madre no era lo mismo. Ella había llegado al valle minero desde la tierra limpia y pobre de Castilla. Vivir entre el carbón tenía un precio. Y ella lo pagaba con miedos. Con la nostalgia del cielo azul y rosa del atardecer en la era con olor a trigo o con el recuerdo del agua plateada y transparente de las fuentes.  

Pero nosotras éramos niñas felices. Felices como son todos los niños. Solo que cuando vas creciendo, descubres que hay otras formas de felicidad.

La casa era el lugar controlado y seguro. De la cocina hacíamos nuestro paraíso. Andaban las hadas mezcladas con el pan y las naranjas calentando en la caldera. Sobre la mesa, montones de cacahuetes que ganaba nuestro padre en la bolera. Cerca de la ventana, María Pascual nos introducía en lujosos palacios de princesas rubias con vestidos largos. Y cuando oscurecía, alrededor del fogón al rojo vivo, nuestra madre nos llevaba al bosque tenebroso donde habían abandonado a Genoveva de Brabante. Cuando cerraba el libro, yo seguía mirando aquellas tapas gastadas de color rojo oscuro que guardaban misteriosamente la vida de aquella mujer. Vivía deslumbrada por la magia de la lectura. Mi padre decía que yo había aprendido a leer sola.

Cada día asistíamos al colegio de las monjas. De la mano, corriendo Veguina arriba, con las  capas voladoras y los cuellecitos blancos. Algunas veces jugábamos en la calle, pero justo debajo de la ventana desde donde nuestra madre vigilaba. Y siempre estábamos disponibles para hacer los recados. Los niños recaderos éramos un alivio para las madres trabajadoras.

Aquel día deberíamos recoger en una tienda del centro del pueblo, la figurilla de una virgen de escayola que daban con los puntos acumulados por las compras. Llevábamos la alegría en los pies, felices como niños con zapatos nuevos. ¡Estrenábamos zapatillas! Y no nos cansábamos de mirar aquellos cuadros rojos y azules con el botón blanco de nácar a un lado.

¡Ay, pobres de vosotras si mancháis las zapatillas!

Pero el aviso no enturbiaba para nada nuestro contento. Corríamos por la única calle larga y estrecha del pueblo por donde habían ido surgiendo comercios, bares, el cine, un banco… Una calle viva y animada, aunque para nosotras solo contase la alegría de nuestros pies.

-Hoy, superpongo las imágenes que, a cámara lenta y en blanco y negro, brotan del recuerdo y se extienden sobre el castillete que asoma por encima de los tejados. Unos mineros, con el carbón pegado al cuerpo, pasan con las cestas vacías de la comida por entre las sillas de la terraza de un bar, no se detienen ni se apartan de los coches que circulan. Unas mujeres vienen del economato con grandes cestas de pan a la cabeza. Y los niños, como relámpagos de luz, en un alboroto de juegos y risas, crean la banda sonora de mi memoria-

En ella, en esa memoria que se aleja, andamos todavía mi hermana y yo.

Entonces, allí estábamos las dos con las zapatillas mágicas. Nuestros sueños, en aquel tiempo, cabían en unas breves zapatillas nuevas a cuadros de colores.

Y a correr, a correr sin parar ¿Por qué corríamos tanto los niños? ¿Huíamos de miedos reales o de fantasmas imaginarios? ¿Era, acaso, el deseo de llegar pronto a la merienda del pan con azúcar? O  simplemente  nos atraería el juego de a ver quién llega el primero y arrebatados por nuestros particulares carros de fuego, soñaríamos con la victoria.

Ya con la virgen en nuestro poder, Cuesta Aniana abajo, en desenfrenada carrera hacia casa, vinimos a coincidir con un tren que transportaba el carbón del Pozo San José a los lavaderos de La Cuadriella.  Pasaba en aquel momento por el puente que cruzaba la calle sobre nuestras cabezas. El estruendo de las ruedas y raíles, los pitidos de la máquina, la caída de algunas piedras nos asustó sobre manera. Aquellos vagones podían caer sobre nosotras y matarnos allí mismo. Habíamos oído contar de muchos descarrilamientos y de muertos.

Aceleramos y ya volábamos como pajarillos asustados. Aquel feroz dragón venía a por nosotras. Sentimos la tentación de mirar hacia atrás para ver si nos alcanzaba. Correr y mirar hacia atrás ¡Nunca debimos hacerlo! La mujer de Lot se convirtió en una estatua de sal. Nosotras, en un revoltijo de polvo y tierra. Un traspié nos lanzó contra el suelo. Arrastramos un buen trecho, entre la gravilla suelta, el vestidito corto, las rodillas, los brazos, las zapatillas nuevas…Y mi hermana en medio de aquel desastre, en ningún momento soltó la estatuilla. Seguro que no apartaba de su mente la consabida advertencia:

¡Ay, pobres de vosotras si le pasa algo a la Virgen!

Pero ni un ¡ay! salió de nuestra boca. No apartábamos los ojos del papel marrón. Allí podía estar la imagen rota en mil pedazos. Yo temía lo peor y ya me veía en el cuarto oscuro  sin mis cuentos de hadas. A mi hermana ese castigo no le importaba tanto. Ella lo que sentía de verdad era haber fallado a nuestra madre y no haber cumplido bien el encargo. Se limpió unas lágrimas antes de empezar a desenvolver la imagen. Yo cerraba los ojos. No quería ver la Virgen sin cabeza, sin manos o sin corona. Seguro que tendríamos que pedir ayuda a  nuestro padre.

 Al quitar la última capa de papel ¡oh, milagro! No lo podíamos creer. Abrimos los ojos como platos y de nuestra boca salió un ¡aaah! profundo al ver ante nosotras a una Virgen de Fátima intacta, sin un solo rasguño, con el velo blanco, el vestido azul celeste y en la cabeza la preciosa corona dorada. ¡A lo mejor era de oro! La acariciamos con cuidado por miedo a que se deshiciera, pero no fue así. Por el contrario, la Virgen, compasiva, nos sonreía desde sus pálidos labios de escayola.

Todavía con el susto en el cuerpo, pero con la estatuilla a buen recaudo, ya nos empezamos a fijar en las zapatillas recién estrenadas. Rotas, con tierra, sin botones blancos, empapadas por los hilillos de sangre que bajaban de las rodillas, definitivamente, habían perdido su magia en la carretera. Y esto nos entristeció.

Volvíamos malheridas como nos contaban en el colegio que le ocurría al Caballero de la Triste Figura, que cada día salía de casa con las ilusiones a flor de piel y volvía a maltrecho después de luchar contra gigantes y dragones, como nosotras.

Acabamos, sin contemplaciones, en el balde de agua calentada en la chapa de la cocina. Allí de cabeza nos metió nuestra madre con un buen enjabonado de caras, brazos, piernas, y especialmente limpió las rodillas. Y con su particular bálsamo de Fierabrás, que no era otra cosa que el temido alcohol, frotó a conciencia sobre la carne viva. Entonces ya solo fue el llanto y  el crujir de dientes. Los gritos se oyeron más allá del Picu Polio.

Terminaba así nuestra aventura como heroínas de cuento fantástico. Quedábamos, de esta manera, reducidas a la simple condición de humildes pastorcillas. Pero, aún conservamos como recuerdo, unos preciados trofeos por nuestra piel - las visibles cicatrices, también las invisibles- que, como la varita mágica de nuestras hadas familiares, nos ayudan a ganar día a día la batalla contra los sueños imposibles.  

 

 

Evelia Gómez

Mayo, 2017