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Mi San Justo

Cuando la rutina del peregrinaje familiar seguía moviendo nuestros pasos de manera indefectible, aunque cansina, hacia San Justo, otros ojos y otras palabras, los de Evelia, recorriendo lo que tanto hemos pateado, han devuelto la emoción de la primera vez. Ha resurgido la turbación de ese encuentro con unas piedras milenarias, recompensa última de aquel largo camino que antaño llevaba hasta la cuna del mismísimo Turón, como si de la propia identidad se tratase. Porque San Justo es como el Olimpo del valle desde donde los dioses lares protegen nuestros pasos. Mirada más que palabras que devuelve lo esencial.

 VISITANDO SAN JUSTO


¿Por qué regresamos al lugar que fue testigo de nuestro nacimiento cuando nada nos apremia a hacerlo? Ninguna razón aparente, nada importante, ningún ánimo parecido al que debió mover a Ulises cuando regresa a su tierra para recuperar patria y esposa. Tampoco nos mueve como a don Quijote la querencia del pueblo antes sonoro y alegre, hoy, en silencio, ya sin pájaros para cantar los sueños. Volvemos y no dejamos de preguntarnos ¿Por qué lo hacemos? ¿Qué esperamos descubrir por esosLa Veguina.jpg paisajes de la infancia? ¿Qué es lo que nos impulsa a recorrer de nuevo caminos casi olvidados?

Nos impulsa, tal vez, un sentimiento de nostalgia. Una necesidad de encontrar soportes reales que cobijen los recuerdos: una casa en la orilla de la carretera, la ladera de un monte, un río, las vías de un tren, una alta chimenea, el castillete minero… Más difícilmente esperaríamos ver algún rostro conocido, personas de entonces. Puede ser que vayamos tras algún cabo suelto del pasado con el deseo de unirlo a este presente incierto, algo que ayude a sellar el necesario círculo que traza nuestra vida.

Un lugar y un barrio


Turón es el lugar, y un barrio: La Veguina, escenario de los primeros años de niñez. Breves correrías de corto vuelo: Cuestaniana abajo hacia La Cuadriella con la cesta de la comida, y al atardecer, otra vez a la carrera alegre, al encuentro del padre que, cansado y feliz, sube limpiándose las manos con el cotón. Y Veguina arriba, con mandilón y cabás, al colegio y a la Parroquia de San Martín. A la escuela y a misa no se podía faltar.

Otros barrios y otros pueblos del valle me eran completamente desconocidos. Así que me propuse recorrerlos, ya no serían sólo unos nombres en el mapa. Me animó a ello el haber encontrado esta Página que me adentró por un Turón de gran belleza paisajística y una interesante historia medieval - confieso que Turón era para mí solamente el pueblo minero de importante concienciación social- pero ahora que ha desaparecido esa industria, descubría otros valores que merecían la pena ser mejor conocidos.

En lo más alto


Empecé mi recorrido por el pueblo más alto del valle, San Justo, del que tenía alguna información familiar y referencias históricas de la época medieval. Su existencia se pone de manifiesto en un diploma real del 20 de abril del año 857 por el que el rey Ordoño I dona a la iglesia de Oviedo, entre otras, las iglesias de San Martín y San Justo.

Emprendemos la ascensión al pueblo una tarde de agosto de cielo limpio y azul. La carretera desde Figaredo nos lleva sola, no hay pérdida por el estrecho valle, camino y río van paralelos. Atravesamos Santa Marina, La Cuadriella, La Veguina, La Felguera. Dudamos de dónde se tomaría la subida a San Justo –situado a casi 800 metros de altitud- Nos detenemos frente de la Iglesia Parroquial de San Martín, envuelta en una red verde como si de una performance artística se tratase, la están reparando, garantía de que no se perderá la intensa y larga historia que guarda entre sus muros ¡Ah, si las piedras hablaran!
La Rebaldana_montaje.jpg
Preguntamos a un hombre que camina por la acera:
 
-¿Por dónde se coge la carretera que sube a San Justo? -Sigan todo recto y al llegar a una curva, no tiren a la derecha, sigan de frente- Dice amablemente.

Desde la ventana de un primer piso, otro hombre asomado, curioso, escucha e interviene:
 
-No, hombre no, es mejor que vayan hasta La Rebaldana, allí está el Pozo Santa Bárbara donde verán la subida.
- Si, pero antes de llegar ahí, hágame caso a mí – dice el de la acera - sigan de frente y pasada la curva…
-Explíqueste mal, ho! - interrumpe el de la ventana.
- Vas decime tú a mí por dónde se va a San Justo, ¡vamos, hombre! - replica contrariado el de la calle. No le hagan caso, ya saben, van todo para arriba y ya ven la desviación a la izquierda.
- Sí, sí. Muchas gracias.

Nos despedimos con un muy sincero agradecimiento por el interés en guiarnos de estos dos turoneses. Todavía pudimos oír al hombre de la ventana replicar al de la acera. Seguían la discusión. A lo mejor fue el inicio de una charla vecinal de esas que rompen el tedio ensimismado de las horas perezosas de la siesta.

Enseguida llegamos a La Rebaldana y contemplamos la ruina en que se ha convertido el complejo minero de Santa Bárbara. En el mismo momento en que tomamos unas fotografías se desprenden materiales de la estructura del castillete. Acercarse a este lugar ya resulta peligroso, deberían estar bien valladas estas instalaciones mineras. ¿Llegarán a tiempo para la restauración?

Allí mismo, en el punto geográfico en el que los mineros iniciaban la bajada a la mina, hacia el interior de la montaña, nosotros emprendemos la subida hacia esa misma montaña, a cielo abierto, donde tratamos de encontrar algo, no tan arriesgado como el carbón, sino un intangible menos costoso, más sutil… simplemente vamos tras los recuerdos. Un amable joven nos informa de la distancia al pueblo y del mal estado de la carretera.

Una historia de más de mil años


Mis expectativas emocionales están bien alimentadas con la información que llevo sobre este lugar. Me encontraré una ermita, vestigio de una antigua historia de más de mil años, lugar mítico de peregrinaciones y milagros, con aventuras de monjesCharcos.jpg buscando escondite seguro para las reliquias de los niños mártires Justo y Pastor (Justo lleva el protagonismo, Pastor, igualmente mártir… pero más olvidado). La verdad que los celosos eremitas dejaron a buen recaudo las reliquias. Los musulmanes, más hechos a desiertos y llanuras, eso de perseguir cristianos por montes no les haría mucha gracia y menos en Asturias donde se puso fin a su afán conquistador.

Mientras subimos, esquivando los baches de un lado a otro de la carretera, me recreo en imaginar la dura ascensión de tantos peregrinos que venían a San Justo movidos por la fe, esperando el milagro y también ¿por qué no?, la fiesta, la romería: música y merienda en el prado. Procesiones de gentes por los caminos, turismo medieval de fe y aventura.

Seguimos ascendiendo. Vamos adentrándonos poco a poco en el alma frondosa de la montaña. La emoción de la historia va dejando paso a un sentimiento más inmediato y real, es la acción del paisaje que empieza a tomar protagonismo y nos engulle a medida que avanzamos. El bosque se cierra sobre la carretera, los castaños entrelazados en sus ramas forman un túnel por el que transitamos. Árboles y helechos parecen ocupar todo el espacio, incluso el nuestro. Nos atrapan con su exuberancia. Sentimos la aplastante presencia vegetal y comprendemos que formamos parte de ese aliento vital de la naturaleza que nos rodea: todo es uno y lo mismo. Impresiona contemplar desde la altura el cielo, un techo amplio y azul donde brilla el sol que pone sombras en las apretadas copas de los árboles del bosque que se extiende a nuestros pies.

Vamos alcanzando altura y cuando algún claro lo permite descubrimos cómo van quedando abajo y se empequeñecen los pueblos del valle y cómo a lo lejos se engrandece el horizonte. Un horizonte sobre el que se dibujan perfiles de cadenas montañosas en distintos planos de colores: verdes, azules, malvas y tonos agrisados en la lejanía. Paisaje estático, de una quietud poética que invita a la ensoñación, como contemplar un cuadro vivo de Cézanne: arte y naturaleza, tal vez son lo mismo.
El tiempo parece detenido en su historia de siglos. El manto que forma la comprimida vegetación es un techo impenetrable que guarda el poderío de la tierra, su secreto, un mar vegetal que se transforma y esconde tesoros en sus profundidades.

Capilla.jpgUnas tranquilas vacas pastan a la orilla. Ni se inmutan al vernos. Una de ellas permanece echada en medio de la carretera, tan tranquila, nos impide el paso. Hace bien, nosotros somos los intrusos. Esperamos.

¡Al fin la ermita!


Llegamos al pueblo. En un primer plano y de frente, sale a recibirnos, ¡la ermita! Estamos ante estas piedras que, a pesar de los avatares del tiempo, soportan la historia de siglos y conservan la gracia de la ingenua arquitectura medieval. Nos emociona sentirnos unos peregrinos más entre los miles que llegaron a este lugar en el que entre los muros de la capilla han dejado oraciones, cantares, risas, deseos y algún llanto. Hoy, nosotros también colgamos de sus paredes nuestros sueños. No importa lo que fueran las reliquias. Es la inquebrantable fe la que mueve a estos caminantes siempre esperando que se produzca el milagro en este lugar… ”In loco qui dicitur Turonem”.

Pero la ermita está cerrada y no se ve a nadie en sus alrededores por lo que desistimos de poder acceder a su interior en esta ocasión. Habrá que tener en cuenta en una próxima visita esta posibilidad de entrar en la capilla.

Las casas que forman el pequeño poblado también permanecen cerradas. Su aspecto es muy cuidado y están bellamente restauradas. Unas pocas, abandonadas, muestran los escombros vivos del pasado. Un helecho reclama su sitio, crece con toda fuerza y libertad en lo alto de una pared de piedra en una casa medio derruida. En el paseo nos acompañan con curiosidad y total familiaridad, las vacas amigas que conocimos en la carretera. Muy hospitalarias, nos siguen por las pequeñas calles mientras hacemos fotografías. Parecen las únicas dueñas del lugar. De la ventana de una casa cuelga un paraguas y a la puerta, unas madreñas bien colocadas parecen esperar a su dueño. Hablamos cerca a manera de llamada. Pero no hay respuesta.

Bajando del sueño


Seguimos el camino hacia las afueras. El sol calienta y el cielo de un azul brillante pierde intensidad en la lejanía. El pueblo aparece sumergido en una atmósfera purísima de silencio y soledad. Me olvido de las fotografías y nos dejamos llevar por una sensación de quietud, de paz, como una vivencia del tiempo detenido. Nos saca del ensimismamiento el ladrido de unos perros a lo lejos. Seguimos caminando pensando en encontrar alguna persona dueña de los animales, sin embargo no es así, los ladridos se oyen cada vez más cerca y arrecian con fuerza, se aproximan cada vez más. Llamamos, pero nadie contesta y aquel furor de los perros va en aumento, seguramente corren hacia nosotros que nos considerarán invasores de su territorio ¡qué distintos a las pacíficas vacas! Nos imponen algún temor, bueno, mucho temor, así que decididamente y sin pensarlo dos veces, retrocedemos.
Abandonamos el pueblo con una idea clara: la de volver. He de considerar esta visita, este primer encuentro como de cortesía, de simple presentación, un contacto inicial en el que no se enseñan todas las cartas. Hay que regresar para continuar las cosas que quedaron pendientes: entrar en la capilla, localizar las inscripciones antiguas en piedra, vestigios del convento medieval, hacer mejores fotografías y no olvidar algún antídoto contra desaforados perros ladradores.

Bajamos despacio sorteando los baches. A mi derecha asoma la frondosa vegetación de helechos, un residuo de aquellosPaisaje_carbón.jpg otros gigantes que crecían en el Carbonífero. En el talud se aprecian bien los estratos inclinados. Entre unas capas aflora tierra negra con pequeñas piedras, ¡es carbón! Brota espontáneo en ese corte de la carretera, hurgo con las manos y mi curiosidad me lleva a profundizar en la veta que avanzará por las profundidades y siento la emoción de tocar este mineral, trigo que alimentó nuestras vidas. Así debieron proceder los primeros labradores descubriendo el valor de ese tesoro escondido. No pudieron imaginar que estos montes llegarían a ser, pasado un tiempo, El Dorado, que traería tanta riqueza para unos pocos y simple supervivencia para la mayoría.

A mitad del descenso encontramos a un joven que sube a pie acompañado por un perro pastor alemán, negro y fuego. Va para San Justo. Hablamos con él un momento. Siento alivio al ver una persona por estos parajes solitarios. Nos cuenta que es de Mieres y que viene muy a menudo hasta el pueblo. Se le ve un enamorado de la naturaleza y muy especialmente de estos paisajes turoneses. Comenta con pena que muchos habían arreglado casas en el pueblo, deslumbrados por la belleza y la significación del lugar, pero que ahora ya, pasado el primer momento de euforia, dejan de venir, por eso están cerradas, sólo una casa permece abierta.

Ya próximos a la carretera del valle y desde alguna altura todavía contemplamos por última vez los castilletes del Pozo Santa Bárbara, si un tiempo fuertes, ya desmoronados, rotos y oxidados, comidos por la vegetación, proclaman su decadencia, su muerte, pero como ocurre con los castillos de piedra medievales o con las ruinas romanas, pregonan en su caída un pasado de esplendor, imposible de recobrar en este tiempo, sin embargo, tampoco está bien que se olvide.

La carretera AS - 337 nos lleva hasta La Veguina. Aquí hacemos la última parada en la cafetería de Sagrario que es a la vez confitería y panadería. ¡El pan!, ese cálido olor a hogar, a buena gente. Nos recibe como siempre, amable y acogedora. Nos sentimos bien en el pequeño salón de su galería desde la que contemplamos un paisaje familiar. Es grato encontrar un lugar, una casa, una amiga, son el perfecto soporte real de nuestros recuerdos. Tomamos el buen café con un exquisito pastel de almendra. Ya se habían acabado las casadiellas ¡Qué pena!

Pero, está claro, ¡Les casadielles!, otra razón más para volver a Turón.


© Evelia Gómez, noviembre 2013