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Raúl

Raúl hubiera podido bajar de Fresneo o Cotarente hasta la pequeña escuela de Ablaneo situada en el hombro derecho del valle, mirando a ambos lados del valle como queriendo anular su arrinconamiento. Quizás haya pateado la Canga, aquel sendero revesado, peligroso y fangoso, por el que discurrían las mujeres de Enverniego con las cestas aprovisionadas en el Economato de La Rebaldana y que también conducía a Repedroso. Allí, tal una reina del Saber, esperaba María Luisa Echevarría Lavandera, la maestra, uñas desmesuradamente largas, unas inconfundibles gafas de pasta hollywoodianas, un montón de manías, un miedo enfermizo a la tormenta y una paciencia inigualable. Este relato de Evelia es como una parábola, un tributo colectivo al arquetipo maestro-alumno, un canto al conocimiento liberador.
Dedicado a todos los hombres
que a la edad de Raúl
son maravillosos.
Luego, con el tiempo,
¡ay! ya son otra cosa.

 



Como todos los días Raúl llega el primero a la escuela. Baja corriendo desde su casa situada en la parte alta del pueblo. Ha madrugado para llegar antes que los demás compañeros. Sabe que la maestra lo está esperando y él nunca le ha fallado.

Raúl tiene catorce años pero parece mayor. Es alto y desgarbado. Los brazos le quedan demasiado largos y los pies también son demasiado grandes. No parece encontrarse muy a gusto en su cuerpo. A su aspecto infantil tampoco le queda bien la sombra del vello incipiente que aparece en su rostro. Siempre lleva la boca entreabierta, respira mal y le han dicho que debe operarse. El pelo de un castaño claro le cae en mechones sobre la frente. Los ojos grandes del mismo color que su pelo, rezuman bondad. Cuando habla mira hacia el suelo, balancea el pie derecho y se sonroja. Es un hombrecito tímido.

̶ Buenos días, Raúl ̶ dice sonriente la joven maestra desde la portilla del patio.

̶ Buenos días, señorita ̶ responde con timidez desviando la mirada.

 


Pupitres.jpgEstán a pocos metros de la puerta de la escuela, un caserón grande y destartalado. Raúl se adelanta con la llave y unas ramas que empuña a manera de escoba. Entra en el aula. La maestra, un poco alejada, permanece expectante.

̶ Ya los veo ̶ exclama Raúl desde dentro con sorpresa, elevando la voz.

̶ Son dos, señorita, los de todos los días. Andan por debajo de los pupitres.

Sacude con fuerza las ramas sobre el suelo de madera y arrastra con ellas a un par de sapos grandes de color verdoso que salen por la puerta dando saltos como impulsados por un resorte. Se esconden a toda prisa en la sebe que rodea el patio. Es una pareja de anfibios que, cual furtivos amantes, llevan doble vida: de día, entre la estimulante humedad de los arbustos y de noche, en confortable sequía bajo techo, en la escuela.
.
̶ Ya puede pasar, maestra. No queda ninguno – dice Raúl orgulloso.

̶ ¿Estás seguro? Mira bien debajo de mi mesa. Me horrorizan esos animales. Pero tampoco quiero que los mates. Y mira también en el armario. El otro día ya viste que había uno muy pequeño escondido entre los cuadernos de Rubio. Mira bien, por favor, no vayamos a tener un sapito aplicado de esos que se quedan a hacer los deberes.

Raúl sonríe con timidez mientras se apresura a buscar la leña para encender la estufa.

Está a punto de terminar el invierno, pero sigue haciendo mucho frío todavía en este pueblo de montaña. Los niños vienen de los caseríos que salpican las laderas del valle. Los caminos a esa hora temprana todavía están blancos de la helada. Cuando llegan ya está caldeada la escuela y pueden quitarse los abrigos. Frotan al calor de la estufa las manos enrojecidas.

La clase comienza bien organizada a pesar de la diversidad: Enciclopedia para los mayores, Rayas para los pequeños…La maestra dibuja con tiza blanca sobre el encerado negro, unas casitas con nieve en los tejados, también el blanco cubre los prados, las montañas y los caminos. Entre los copos se eleva el humo gris de las chimeneas. Bajo el paisaje nevado, en perfecta letra cursiva, escribe:
Buena es la nieve.jpgBuena es la nieve que a tiempo viene.

Raúl, desde la última fila de pupitres, mira distraído por la ventana. No se centra en los ejercicios de matemáticas ni sigue con atención las batallas entre cartagineses y romanos, no le interesa demasiado la historia, ni los quebrados. No puede apartar de su pensamiento la idea de no estar en la escuela el próximo curso. Su imaginación le juega malas pasadas, se entristece y por las noches tiene pesadillas.

La voz de la maestra anunciando la media hora de recreo le saca de su apatía. Es tiempo de juegos en el patio pero Raúl no sale. Se queda en el aula y va derecho a la estufa. Comprueba cómo está el fuego, lo aviva y echa más leña. Luego abre el armario y saca un hervidor que coloca sobre la chapa que a manera de cocina tiene la estufa. Lo llena con la leche que los niños han traído de sus casas. Cuando ya está caliente ayuda a la maestra a dar un vaso a cada uno de ellos. Estos escolares de la zona rural no quieren tomar la obligatoria leche en polvo de los americanos que en sacos de papel se pudre en el trastero.

Todavía en los últimos minutos del recreo, Raúl echa un cubo de agua al rosal enredadera que crece resguardado en un rincón del patio. Empieza a florecer en el mes de abril y sigue dando flores hasta el otoño. Trepan las rosas por las paredes desconchadas, coronan a manera de guirnaldas los ventanales, adornan la vieja escuela y alegran los juegos infantiles.

̶ No sé qué haré sin ti el próximo curso ̶ dice con tristeza la maestra, mientras observa su atareado ir y venir por el patio.

Raúl baja la cabeza, mueve nervioso las manos, no sabe dónde ponerlas y sacude levemente el pie. Tampoco dice nada. No entiende muy bien lo que le pasa. No quiere pensar en que ya no va a volver a la escuela.

̶ El próximo año daré un curso de Iniciación a la Formación Profesional para mayores de catorce años. ̶ dice comprensiva la maestra. Siempre has dicho que querías aprender un oficio.

̶ Sí. Me gustaría ser mecánico.

̶ Hablaré con tu madre. Podrás asistir a mis clases y bajar a la villa para hacer las prácticas.

Raúl levanta los ojos del suelo. Le desborda la emoción. Mira de frente a la maestra.
Y abre la boca de forma desmesurada. Necesita acaparar todo el aire que ahora precisa su alegría.
¡Seguiré viniendo a la escuela!

̶ Sí, sí. Si tú quieres.

Cuando regresa a casa ya es mediodía. La niebla ha desaparecido y un horizonte de montañas blancas se perfila sobre el cielo azul. Es el paisaje de siempre, pero hoy para Raúl parece nuevo, es como si lo viera por primera vez. Mira por encima de su propia casa, más allá de los prados que la rodean, más allá del castillete que se levanta en la hondonada. Sus pensamientos no se apartan de la escuela. Todavía no puede creer que seguirá acudiendo a clase, pero sí, es verdad, ella se lo ha dicho. Será mecánico, tendrá un taller, será mayor… No irá a la hierba ni cuidará las vacas por el monte, no será el guaje aprendiz de minero. Las palabras de su madre las tiene bien grabadas en su alma, las escucha día tras día desde hace cuatro años. Como un mantra cargado de dolor y rabia contenida, repite : nadie en esta casa volverá jamás a bajar a la mina.

Aquella noche, Raúl puso alas y color a los sueños.



© Evelia Gómez, junio 2014