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Amapola...lindísima amapola.

Su sustrato musical acumulado ha desafiado las generaciones para vivir en la eternidad. La melodía de Lacalle, interpretada por clásicos y modernos, ha sellado nuestros recuerdos : "Amapola, lindísima amapola, cómo puedes tú vivir tan sola." Arduo, pero victorioso, ejercicio floral para Evelia y Daniel.

AMAPOLA    (PAPAVER RHOEAS)

La amapola es una flor silvestre solitaria, frágil, de intenso color rojo. Extraña. Crece a ras de tierra sostenida por un tallo erguido. Sobresale entre hierbas o entre espigas de trigo y parece decirnos desde esa altura: Miradme, pero no me toquéis. Mis pétalos quebradizos, como alas de mariposa, tiemblan apenas siento que alguien se acerca. Soy delicada y distante.

Hay que esperar a que llegue la primavera-verano para ver esta preciosa flor por los prados, por las orillas de los caminos, por escombreras o por los  campos de cereales. Se tienen noticias de ella desde tiempos inmemoriales y se extiende  por la amplia geografía. También se encuentra por nuestro valle turonés, aunque no es ésta una  de las flores que más abunda en sus laderas. (Pero si dan testimonio de su existencia las bellas  imágenes obtenidas por la cámara de Daniel Zapico, fotógrafo de la página).  Reconocemos la amapola a simple vista. Sin duda, es su llamativo  color rojo el que nos atrae. Aparece sola o en pequeños grupos. En terrenos  propicios  puede formar amplias extensiones como alfombras bordadas de llamativas puntadas rojas.

Amapola escarlata entre el verde y el amarillo; entre azules o violetas. Un festín de matices, un vivo colorido para gozo de pintores impresionistas como lo fue Van Gogh que pinta amapolas en un jarrón, pero también el expresivo  Campos de amapolas o Claude Monet que llena de luminosidad su “Campo de amapolas cerca de Argenteuil”.

Para acercarnos al conocimiento  científico de esta planta recurrimos, como venimos haciendo, a la autoridad de los botánicos Rico y Simó (2009), que en su libro Flores silvestres de Asturias la describen así:                  

PAPAVER RHOEAS”

Papaveráceas. Amapola

Planta anual que nace en septiembre y no llega más allá del mes de julio del año siguiente. Los tallos pueden alcanzar 60 cm de altura, van cubiertos, igual que las hojas, de pelos largos y tiesos. Las hojas son de forma variada, pero suelen estar divididas hasta el nervio medio.

Cada flor, situada al término de un pedúnculo largo y velloso, viene encerrada en una cápsula colgante formada por dos piezas verdes que se caerán al abrirse sin dejar rastro del cáliz. La corola está formada por cuatro pétalos grandes, delicados y de color rojo vivo, dispuestos en cruz, de modo que dos de ellos quedan por fuera de los otros dos; en el centro hay un botón rodeado de infinitos estambres negruzcos que terminará formando una cápsula cilíndrica provista de una tapadera discoidal surcada por 7-12 líneas; bajo ella se abrirán pequeños orificios por los que se dispersará en día de viento un sinnúmero de semillas diminutas.

Su hábitat son los prados, bordes de los caminos, escombreras…Y por casi todo el  mundo, muy especialmente en  campos de cereales. Florece de mayo a julio”.

El término “amapola” procede del mozárabe “habapawra” y la denominación  científica, Papaver rhoeas, significa en latín “amapola roja”. También recibe los nombres de amapola silvestre, ababol, amapola real, amapola de Flandes, coquelicot, etc.

Siempre se advierte de que no  debemos confundir la Papaver rhoeas, es decir, la amapola silvestre, con la Papaver somniferum (adormidera u opio) que, aunque del mismo género, pertenece a otra especie y sus características son bien distintas. No obstante, tal vez por esa afinidad, la amapola silvestre también se la relaciona con la relajación y el sueño. Esta peculiaridad no la ignoró el escritor estadounidense L. Frank Baum, autor de la novela “El maravilloso mago de Oz” (1900) -más conocida como película- cuando decide que su protagonista, Dorothy,  se quede dormida en un campo de amapolas:

Y pronto se encontraron en medio de un gran prado de amapolas (…) (Dorothy) se olvidó de donde estaba y cayó entre las amapolas profundamente dormida”.

Ocupan páginas y páginas las historias y  leyendas en las que aparece esta flor. Tal es la fascinación que la amapola silvestre provoca. Es flor de vida eterna para los egipcios, de amor para  los persas, de ofrenda a los dioses para los romanos…Una leyenda más dramática es la que nos proporciona la mitología griega. Se cuenta que la diosa Perséfone, hija de Zeus y Deméter, mientras recogía amapolas en el campo, fue raptada por Hades, dios del mundo subterráneo y es llevada por él al inframundo. Su madre la busca desesperadamente y suplica para que vuelva. Pero ella ya es la reina del subsuelo y solo  estará en la tierra un tiempo- será primavera- y otro tiempo bajará a los infiernos -será otoño-… La historia se alarga.  Mas lo sugerente es la escena de Perséfone y las  amapolas.  Otros dicen que eran lirios las flores que recogía. En fin, todo es leyenda, pero recoger amapolas tiene una mayor carga dramática por tratarse de unas flores  más extrañas  y además porque también crecen, como dije,  en las escombreras, tierras removidas, sacadas de las profundidades donde la diosa habita.

Otra historia metafórica y real a la vez, es la que asocia la amapola a la sangre derramada por los soldados muertos en el campo de batalla. La primera observación se hizo en aquellos lugares donde tuvieron lugar las guerras napoleónicas. Las amapolas crecían por estos campos y cubrían de rojo el paisaje en primavera. Pero quien creó y difundió la leyenda de  estas amapolas de sangre fue el canadiense, teniente coronel, John McRae (1872-1918), médico y poeta que participó en la Primera Guerra  Mundial y que tras el entierro de su amigo y discípulo Alexis Helmer, muerto en combate, escribió con dolorido apremio, un estremecedor poema que se convertiría en un recuerdo permanente de los muertos en combate y a la vez en una arenga para los supervivientes:

“En los campos de Flandes

crecen las amapolas

Fila a fila

entre las cruces que señalan nuestras tumbas.

Y en el cielo aún vuelan y cantan, valientes, las alondras” (…)

 

Pronto se difundieron estos versos entre los combatientes  de la Gran Guerra.  Firmado el Armisticio el 11 de noviembre de 1918, los británicos empezaron a conmemorar cada 11 de noviembre el denominado Remembrance Day (Día del Recuerdo) o también llamado Poppy Day (Día de la amapola), en memoria de los caídos en esta Primera Guerra Mundial. Los versos de McRae dieron lugar a que los británicos empezasen a llevar en la solapa una amapola de papel  como recuerdo de esa fecha.  De esta manera, la sencilla flor acabó siendo un símbolo de profundo significado que posteriormente se extendió a otros conflictos bélicos.

Y es que vida y poesía andan estrechamente unidas. Son inseparables. A veces la poesía se apropia de la palabra en su eufonía, como en esta ocasión ocurre con “amapola” y lo impregna de un sinfín de sugerencias, de significados. A esta flor silvestre se la ha dotado de todos los sentimientos humanos posibles. Hay mucha magia y misterio en su vivo color rojo, en su fragilidad, en su forma de estar por el campo, en su soledad….Para la poeta estadounidense, Syvia Plath (1932-1963), las amapolas son  “llamitas infernales”. En ellas pudo ver el reflejo de su atormentada vida:

“Pequeñas amapolas, llamitas infernales

¿Es que daño no hacéis? “

 

También Pablo Neruda (1904-1973) las dota de dramatismo: ¿Quién guarda sin puñal (como las encarnadas amapolas) su sangre?

Sin embargo, Juan Ramón Jiménez (1881-1958), en la frescura de su andalucismo, ve unas flores amables y cercanas en la canción popular:

 

 

Amapola solitaria. Refugio de poetas solitarios. Porque solitarios son todos los poetas. Como lo fue Claudio Rodríguez (1934-1999) que vivió sembrando  versos por sus campos zamoranos y en los surcos de trigo  le nacieron amapolas. Con ellas y entre las espigas, en sombra de noche oscura,  vivió  su particular  mística de soledades.  

 

SOMBRA DE LA AMAPOLA

 

“(…) Amapola sin humo,                                     

tú, con tu sombra, sin desesperanza,

estás acompañando

mi olvido sin semilla.

Te estoy acompañando.

No estás sola”.

 

Y nos seguimos preguntando, ¿qué tiene de especial esta florecilla para que se  la recuerde en tantas letras de canciones,  en tantos versos, en tantas pinturas, en tantas historias y leyendas? Tal vez la propia sencillez e insignificancia de los objetos más pequeños y cotidianos, incluidas las flores silvestres, como la amapola, son para muchos artistas fuente de profunda inspiración, como lo fueron para el pintor Giorgio Morandi (1890-1964)  que deslumbrado ante ellas consideraba que: El misterio de la presencia visual de las cosas sigue siendo insondable”.

 

 

 

                     

 

 

Evelia Gómez, enero 2016

 

 

Bibliografía

Emilio RICO y Rosa María SIMÓ  Flores silvestres de Asturias . Cajastur. 2009