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Felechos turoneses

La Historia es larga y el helecho eterno. Siempre lo preferí a cualquier otra flor excepto los claveles. Ha sobrevivido millones de años apareándose en secreto al carbón de nuestro suelo y brotando exultante por nuestros montes. Siempre triunfó en la lucha contra el vacío y la desolación. Cuando todo parece seco, estéril y abandonado surge, trepa, invade y engalana piedras, ruinas, senderos y bosques. El magnífico texto de Evelia Gómez impone la introspección porque esos “primitivos eremitas enraizados en la tierra” sobrevivirán más allá de nuestra efímera contemplación. Son parte de nuestra vida, puede que seamos parte de su recuerdo.

EL HELECHO

(Una introspección) 

 

 

 

 

 

“Si nunca hubiese visto un libro,

la Naturaleza me habría ofrecido

la imagen de una narración continua”.

 

Charlotte Brontë

 

 

 

 

Me gusta la Naturaleza. Me interesa su narración, pero nunca había sentido curiosidad hacia uno de los protagonistas que hoy me ocupa: EL HELECHO. No me agradaba en absoluto este vegetal sin flores. Sabía que crecía por los rincones más húmedos y sombríos del paisaje y se enredada con las zarzas entre la maleza.  Me parecía una planta poco atractiva.

Pero el mucho interés que otras personas mostraban hacia  ella,  despertó en mí el deseo de conocerla  y descubrir su forma de estar por el paisaje turonés.

Y salí a buscar helechos por el valle.

Dejé la carretera que recorre el centro urbano del pueblo y me fui adentrando por los caminos, senderos y  campo a través de las inclinadas pendientes. Solo tenía ojos para encontrar estas herbáceas perennes, aunque no resistía la tentación de echar una ojeada a la espectacular panorámica de las cadenas de montañas a lo lejos. Avanzaba por los bordes de las arboledas y, poco a poco, sin darme cuenta,  me encontré inmersa en  una potente naturaleza.

¡Cuántos helechos a mi alrededor!

 

Me seguían a cualquier lugar por donde yo caminaba. Se precipitaban cuesta abajo por los terraplenes. Refrescaban las verdes frondes con las salpicaduras de la fuente en un antiguo lavadero. Brotaban entre las grietas de los desconchados muros  de una casa en ruinas. Hundían sus raíces en el agua que saltaba sobre las piedras río abajo. Y asomaban al borde del bosque como un fleco de una alfombra desplegada a mi paso.

Había helechos por todos los rincones. Ya no los podía ignorar. In mente, una palabra “helecho”. Del latín filictum y los nombres asturianos, felechu, Felechosa, Felgueres, Felgueres…

 

 

 

Y la evocación literaria, siempre. La naturaleza es para mí el libro abierto de Charlotte.

Conté sílabas: 5-7-5. Tres versos. Un haiku

 

 

 

                                                                                                          

 

 

 

 

El sonido del agua, el olor a hierba mojada, el rumor de las hojas en los árboles, la tierra en mis pies. Y por las orillas de los recónditos senderos, castaños apuntando dorado, robles,  hayas salpicadas de ocres, eucaliptos. Evidencias de una realidad.  Sin embargo  estas arboledas  ya existían en mi imaginación.  Conocí primero el bosque  de  Caperucita,  el de La Bella Durmiente o el de Hansel y Gretel. Escenarios temerosos donde transcurrían historias fantásticas que llenaban mi imaginación de hadas buenas y  brujas malvadas.

Y es que bajo la ventana de mi primera infancia no crecían árboles, ni jardines ni flores ni prados verdes. No podía ver desde mi atalaya ningún paraíso natural. En realidad lo que veía, eso lo supe más tarde, era ya su destrucción. Detrás de los cristales empañados  por el  vaho de la cocina encendida, fui dibujando un mundo de fantasía hecho a la medida de mis sueños.

Porque  la  literatura siempre fue aliada y cómplice. Ficción y realidad, las dos caras de una misma moneda. La una remite a la otra.  La doble  vivencia emocional, la real y la poética, siempre tocando y traspasando límites.

Y también andan los helechos literarios cargados de simbolismo, enigmáticos, misteriosos y míticos por la vida y la obra de los escritores. Emily, Charlotte y Anne, las Hermanas Brontë, autoras  inglesas del siglo XIX, vivían fascinadas por los helechos. Los veían cada día y cada noche trepar por  las tumbas del cementerio  bajo las ventanas de su casa de Haworth. Y los recogían en las caminatas por los desolados páramos  de sus alrededores.

“No hay ni un solo montículo de brezo, ni una rama de helecho, ni una hoja fresca de arándano que no me recuerden a ella…” Decía Charlotte Brontë después de la muerte de su hermana Emily.

Helechos que para ellas traspasaban  la propia realidad  y venían a ser  el símbolo de unas vidas austeras, solitarias, duras y sin adornos.

De otra manera, con la rotundidad de la existencia como seres vivos vegetales, poseen estas criptógamas los elementos que les son propios: las hojas, llamadas frondes, tallos, rizomas, raíces, soros… Crecen y se reproducen por esporas. Habitan y ocupan con su presencia el  amplio y hermoso paraje de los montes turoneses.

En una  marcha realizada por la ladera del valle, en Villapendi,  con la geóloga y profesora de la Universidad de Oviedo, Carmen Vera, nos dio a conocer al grupo que la acompañábamos, los helechos fosilizados que ella descubría en las piedras  que aparecían en las escombreras que todavía asoman entre la hierba y en las rampas del camino.  Son los vestigios de un importante pasado minero. A estos fósiles carbonizados los llamó, moldes de pínulas

Los helechos tienen una existencia de  hace más de 400 millones de años, siendo por ello, una de las plantas más antiguas de nuestro planeta. Son anteriores a los dinosaurios, Cuando el dinosaurio despertó, los helechos ya estaban allí. Diría Monterroso. Esos helechos eran muy diferentes a los que tenemos en la actualidad, pero a pesar de su evolución, mantienen  semejanzas y han perdurado a pesar de los grandes cataclismos terrestres que han sufrido. Los dinosaurios no resistieron, los helechos, sí. Permanecen a través de los siglos estas plantas herbáceas, perennes, sin semillas ni flores y que se encuentran repartidas por toda la tierra. Se conocen más de 10.000 variedades.

Fue en el periodo Carbonífero (361-290 millones de años) cuando aparecieron los grandes bosques de helechos. Eran en aquel tiempo del tamaño de árboles. Son los llamados Helechos arborescentes. Cuando estos bosques desaparecieron, quedaron sepultados en el lodo pantanoso donde crecían y junto con otros vegetales se fueron acumulando en capas bajo la tierra que a lo largo de los siglos, por efecto de la presión y de la temperatura,  se transformaron en los filones de carbón que actualmente existen. La industria de la extracción del carbón es la que dio lugar  a la importante transformación de estos valles y de sus habitantes.

 Asturias es tierra de carbón y de helechos.

No podemos dejar de ver en ellos a los vástagos de un imperio vegetal que colonizó la tierra en tiempos remotos y  a pesar de haber evolucionado, guardan semejanza con la de aquellos que existieron hace millones de años.

Conviven los helechos de frondes verdes y ocres, cuando llega el otoño, con los otros ya carbonizados, negros, fósiles  bajo tierra. Ambos supervivientes desde la primigenia noche de los tiempos: mineral, uno;  vegetal,  el otro. En nuestras manos late la emoción de los millones de  años de su existencia. Racionalmente nos es muy difícil comprender la magnitud del tiempo  geológico. Se puede confundir fácilmente  con la eternidad. Pero ¿qué es la eternidad? Un poeta como Octavio Paz  expresa el contraste entre el  tempus fugit de nuestro ciclo vital, con la otra realidad de incomprensible dimensión.

 

Soy un hombre: duro poco

                                           

                                 Y es enorme la noche…

 

 

 

Va declinando la tarde y quedan atrás la soledad y el silencio  de  este bello paraje que fue minero en otro tiempo no muy lejano. Sigo el rastro del helechal que avanza sigiloso por el sotobosque, tal vez  en busca de la grata  penumbra que la arboleda le proporciona.

Y regreso al centro urbano del pueblo con el firme  propósito de no volver a mirar con indiferencia a estos filictum silvestres aunque no tengan flores, aunque sean ásperos, aunque no huelan a rosas. Estas heroicas plantas, además de  su literatura, empiezan a resultarme cercanas y familiares. Colonizaron un paisaje que nos es propio. Vegetales a cielo abierto y minerales  bajo la tierra. No podemos evitarlo, somos hijos de la mina. Nos sostuvieron y nos sostienen estos helechos carbonizados, estos filones de carbón enterrados

Perdurarán los helechos silvestres, perennes, sin adornos florales, ascéticos como primitivos eremitas enraizados en la tierra. Parece no importarles demasiado que los cuiden o no. Prosiguen y conservan entre sus espléndidas frondes, historias del pasado como si fueran un archivo de la memoria que resiste el paso de los años, de los siglos .Un recuerdo constante de los que aquí habitaron. Para que ninguno quede en el olvido.

 

 

 

E. Gómez. Septiembre 2018