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Margaritas

Poemas, mujeres, cuentos, princesas y hasta nombre de algunos amores incipientes. Esa perla sencilla que la naturaleza turonesa rodea con cariño, entre hierbas y matorrales, es más que una flor. Con ella viajan nuestro corazón y nuestras edades. Un rosario acorolado del que esperábamos un forzado sí que nada decidiría. Evelia y las fotos de Daniel y Secades recuperan la magia.

Mar-ga-ri-ta. Eufonía de un nombre. Si la sonoridad de la palabra no hubiese sido del gusto de Rubén Darío,  jamás la habría hecho florecer en un poema. Para el poeta los versos, sobre todo, eran música:

Margarita, está linda la mar,

y el viento,

lleva esencia sutil de azahar…   

Y a música suena esta sucesión de fonemas: MARGARITA, nombre de flor y también de mujer, como una princesa de cuento; como tantas reinas y mujeres santas que a lo largo de la historia así se llamaron. Escritores lo eligieron para las protagonistas de sus obras: Zorrilla, para la monja enamorada, Margarita la Tornera; Alejandro Dumas para la inolvidable Margarita Gautier de  La Dama de Las Camelias  o  Goethe para la ingenua  Gretchen- Margarita- de su Fausto.

Pero la “margarita” que ahora nos ocupa no pertenece a este distinguido grupo del género femenino. Se trata sencillamente de  una flor. Una flor silvestre, espontánea y natural. Su escenario es cualquier lugar donde crece la hierba, y bien sabemos cómo abunda en nuestro paisaje. Tal vez, por ello nos resulta tan cercana y familiar. Sus colores blanco y amarillo son el estampado floral ideal que destaca sobre un fondo de verde primavera. Ella se sabe discretamente bella. 

Bellis perennis es su nombre científico (Bellis, bonito; perennis, planta vivaz -no pierde las hojas en invierno-). Pero la denominación  común es la de margarita. Y también, bellorita, chiribita, maya o marga, entre otras.

 “Margarita” procede del latín margarita, que a su vez procede del griego margarites,  que significa “perla”.

Con el significado de “perla” fue utilizado por los romanos, pues a la mujer que negociaba con perlas se la denominaba margaritaria. También con este primitivo valor, Plinio llamaba margaritifer a las colonias de ostras donde se encontraban las perlas. 

Pero en algún momento de la historia del lenguaje, este término con el valor de “perla”, pasó a significar la “flor”.  Gonzalo de Berceo, poeta del Mester de Clerecía, todavía daba el nombre de perla a una flor amarilla y blanca. En la simbología cristiana se representan estas flores en los tímpanos de algunas iglesias románicas del Camino de Santiago.

La evolución semántica que experimenta el término “margarita” en su paso de “perla” a “flor” puede rastrearse en los diccionarios históricos -algo que ahora no nos ocupa-. Más bien nos inclinamos  por las leyendas que existen en torno a este cambio, como la que cuenta que las mujeres pobres que no podían adquirir las perlas, adornaban sus cuellos con collares de margaritas. Por lo que resulta fácil deducir la identificación de ambos significados.

Rico y Simó, en su libro, Flores silvestres de Asturias, la describen así:

“La margarita es una planta vivaz de poca altura. Las hojas forman a ras de suelo una roseta de cuyo centro sale un pedúnculo que no lleva una sola flor sino un capítulo de ellas. Las periféricas tienen una corola con forma de lengüeta de color blanco rosado, incluso purpúreo por la cara inferior; el resto, mucho más numerosas y apretadas, forman el botón central, son tubulosas y de color amarillo vivo”.

Su hábitat son los prados, bordes de los caminos y lugares herbosos de toda Asturias. Florece desde marzo hasta noviembre”.

 

La Bellis perennis se extiende por casi todo el mundo: centro y norte de Europa, Asia Menor, Nueva Zelanda, América del Norte…

Es una planta de larga floración. Tanto tiempo de convivencia con estas florecillas hace que nos resulten familiares y próximas. Cómplices de nuestro vivir, de nuestros sentimientos.  Se la relaciona con la inocencia, la pureza, la ingenuidad, el amor. ¿Quién no ha deshojado alguna vez una margarita ante la duda amorosa?... Me quiere, no me quiere… Un ritual que se pierde en lejanos tiempos de  antiguas  leyendas orientales.

Goethe, en Fausto, es quien de una manera explícita constata este hecho  de “deshojar la margarita”. La joven enamorada, con el mismo nombre  de la flor, arranca, ¡ay!,  uno a uno sus pétalos mientras espera  que  la saque de sus dudas de amor.

MARGARITA.­­- Permitid. (Coge una margarita y va arrancando sus pétalos uno a uno).

FAUSTO.- ¿Qué es eso? ¿Un ramillete?

MARGARITA.- No, un juego.

FAUSTO.- ¿Cómo?

MARGARITA.- ¡No! Os reiríais de mí (continúa deshojando la flor y  murmurando en voz baja).

FAUSTO.- ¿Qué murmuras?

MARGARITA (A media voz).-   Me ama…No me ama. No… (Arrancando la  última hoja y con serena  alegría).       

 ¡Me ama!  

 

Una ilusión de felicidad con el último pétalo desgajado. Poéticas y sufridas margaritas. Obedientes y discretas, siempre responden.

Y cada primavera vuelven a alegrar el paisaje. Regresan como las golondrinas de Bécquer o los pájaros que cantan en el jardín de Juan Ramón Jiménez. Aunque ellas en realidad nunca se han ido. Están bien enraizadas en la tierra y brotan por cualquier lugar herboso de nuestro valle. Siempre provocan una sonrisa como  presagio de mejor tiempo. Brillan como pequeñas estrellas en un cielo verde. Margaritas-estrella que guardan las miradas de los que ya no están. Ellas permanecen con nosotros año tras año, inalterables, eternas. Están ahí para quien quiera verlas y admirarlas.

Mientras tanto: “Seguiremos deshojando la margarita en tiempos de incertidumbre, tal vez las flores tengan la sabiduría que tantas veces falta a los humanos” (V. Llosa).

 

 

Evelia Gómez, junio 2015

 

Bibliografía

RICO, E. y SIMÓ, R.M. “Flores silvestres de Asturias” Cajastur (2009) Oviedo, 225 pp.

 

Enlaces:  www.elcastellano.org         www.literaturayotrosmundos.wordpress.com