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Un tren de recuerdos

Los caminos de hierro vertebraron Turón, transportando los sudores, las esperanzas y los miedos de sus mineros. La interesantísima conferencia de Guillermo Bas en el Museo del Ferrocarril, que publicaremos en breve, ha servido de detonante a la evocadora lirica de Evelia Gómez.

Muchas personas llevamos un tren circulando por las vías trazadas en el subconsciente más profundo. Los psicoanalistas dicen que esto se debe al gran impacto que el ferrocarril ha tenido en la historia de la humanidad, por tanto, en nuestras vidas.

Y no exageran. Ese tren siempre está dispuesto, en cuanto se levanta la barrera, a salir  a toda velocidad, cargado con mil historias que luego va diseminando por los sueños.      

 

¿Dónde hemos visto esos trenes? ¿A qué lugares nos han llevado? ¿A cuántos  vagones hemos subido? ¿Por qué nos resulta  apasionante este medio de transporte?  Desde la aparición de la máquina de vapor  hasta la alta velocidad de nuestros días, el tren ha estado ligado a las  costumbres y emociones humanas.  Los cineastas encontraron  en el ferrocarril un filón de oro, un escenario ideal  para rodar  cientos de películas. Nos han llevado de viaje en trenes antiguos con humeantes locomotoras. Viajamos  en compartimentos de lujo con revisores de gorra militar o en otros más modestos de asientos de madera. Travesías interminables en las que toda aventura era posible: un atraco al tren del dinero, el asesinato del rico aristócrata, un encuentro inesperado, la historia de amor…En aquel estrecho y largo plató rodante la imaginación de los guionistas no tenía límite.

 

El cine es el culpable del  maremágnum ferroviario que agita nuestra cabeza. El equipaje siempre está preparado y dispuesto a ser abierto en cuanto cerramos  los ojos sobre la almohada. Noches hay en las que subimos al Orient Express con el mismísimo Hércules Poirot o paseamos por el andén del brazo de Anna Karenina en vaqueros. Un convoy corre veloz por la estepa rusa, deja una estela de humo sobre la inmensa capa de nieve y llega a una  estación helada donde aguarda el cálido abrazo de Zhivago. A diario, en Cercanías, un mano a mano con Robert De Niro y Meryl  Streep nos conforta. A veces, al despertar, todavía persiste la angustia de los vagones de Schindler. Pero en muchas ocasiones, también sucede que el tren es muy divertido. Reímos a lo loco con las faldas de Jack Lemmon en la litera nocturna.

 

¡Ah, la ilusión del cine! ¡La fantasía de los sueños!  Necesitamos alimentarlos como a la locomotora del tren de los hermanos Marx:

¡Madera! ¡Más madera!

 

Hay que alejarse como  dice Machado, pues  El tren al caminar

                                                                           Siempre nos hace soñar.

 

Eso practicaba  el poeta en sus idas y  venidas -Siempre sobre la madera/de mi vagón de tercera-, del páramo a los olivares, de la mística Castilla a la Andalucía del  limonero.

Ya en la estación, subimos al tren  con la misma ilusión que sentimos al abrir el regalo de Reyes y encontrarnos los coches pintados de rojo  y una máquina de negro metalizado. Al otro lado de la ventanilla corren los árboles, las casas, los  pueblos apiñados en un llano o una ladera y cuando oscurece, las pequeñas luces en lo alto, parecen estrellas.  Alguna vez llegamos tarde y  en el andén no queda nadie. Aquel lugar se vuelve extraño. Desconcertados y en medio de la más absoluta soledad, contemplamos impotentes como el tren se va alejando y  el último vagón se pierde entre la niebla. Ha sido una mala noche.

 

Una hilera de vagones con ruedas de hierro,  por caminos de hierro. Una serpiente con cabeza y cola que nace en la primera estación y muere en la terminal. Esa es la imagen recurrente.

El tren como los caminos de la tarde, de Antonio Machado; como los ríos /que van a dar a la mar, de Jorge Manrique.

El tren como la vida.

Poesía de los trenes. También los ferroviarios son poetas. Saben de despedidas tristes y de alegres llegadas, de  aventuras del viaje contadas como lo haría cualquier héroe griego o aquel arrogante caballero medieval a su vuelta de la serranía.

El tren símbolo del  incesante vivir. Los expertos en la interpretación de los sueños ven él la materialización de las ilusiones, de los fracasos, de los propios anhelos de cada día. La vida, ese tren al que un día subimos- o nos subieron- y del que un día, inevitablemente, hemos de bajar.

 

Pero para los que nacimos entre los raíles, saltamos por las traviesas, subimos a los “coches”, colocamos chapas en la vía para ser aplastadas y veíamos vagones de carbón bajo la ventana en un incesante ir y venir de la mina al lavadero, entonces, para nosotros el tren tiene otro sentido.  Era real, formaba parte de nuestra vida, respirábamos su humo y quitábamos la carbonilla de los ojos. Nos despertaba cada día el sonido estridente de sus pitidos. Esta experiencia  es algo más que cine o literatura. Ni ficción de sombras y luces, ni metáfora. El ferrocarril convivía con nosotros, formaba parte de nuestro particular paisaje, un escenario de juegos de la primera infancia, sólo que el juguete ya no es imitación. Los trenes eran una realidad viva y vivida.  

Una maraña de vías, agujas de cambio y un trajín de vagones recorrían el valle. En aquel núcleo minero más duro vivíamos  con la misma naturalidad  que un leñador  habita  en el bosque o el pescador se mueve entre las barcas. Aquellas imágenes  debieron quedar bien grabadas en la memoria infantil recién estrenada. Afloran por cuadernos escolares maquinitas con el humo de su chimenea y viajeros asomados por las ventanillas diciendo adiós con el pañuelo. Una y otra vez se repiten y cuando surge la ocasión propicia, esas representaciones cobran vida y activan la memoria.

 

La ocasión se presentó en una visita realizada al Museo del Ferrocarril de Gijón en un entorno  expositivo de trenes antiguos y al asistir a  la conferencia de Guillermo Bas: “Un siglo de ferrocarril en Turón”. Fueron los dos motivos que desencadenaron y pusieron en marcha mi particular tren de recuerdos. Máquinas de vapor que empezaron a circular por el valle de Turón hace más de cien años. Pequeñas locomotoras –algunas parecen de juguete- vagones de viajeros, gratuitos para el transporte de trabajadores de la mina y de cualquier persona que necesitaba desplazarse, como lo hacían  las mujeres que cargaban con la compra del economato o niños alegres que iban en el tren como si fuera un  tiovivo real. Evocadoras fotografías de entonces. Una documentada exposición sobre la historia del ferrocarril del valle.

 

Uno de los coches de viajeros  que se expone en el museo procede de Turón. Es el único de estas características que se conserva -es de madera- los demás que circularon por el valle han desaparecido.  En sus ruedas pesan los kilómetros recorridos  subiendo y bajando turoneses.  Hoy, como una atracción turística más, se realiza en él un pequeño recorrido por las vías del museo. Y, Aunque está bien en este lugar, sin embargo, creemos que  las cosas  claman por su dueño.  

 

Subí a este coche histórico. El suave traqueteo en el  asiento de madera me llevaba, como la carroza encantada,  en un viaje hacia el pasado, hacia un tiempo que ya sólo existe en la memoria: “Voy al lado de mineros que regresan del trabajo, llevan el rostro  tiznado.  Impresiona el blanco de los ojos. Huele a carbón. El tren pone un ruido de fondo a las conversaciones animadas por la vuelta a casa.  Entra humo por la ventanilla abierta. Uno de los mineros  lleva sobre las rodillas la cesta vacía de la comida y apoya en ella sus brazos cansados. Va en silencio y mira hacia afuera con la vista perdida. Tose con un ruido cavernoso, coloca su mano delante de la boca y luego se limpia con un cotón que saca de un bolso del pantalón azul, casi  negro de la carbonilla.  A su lado, una mujer delgada y recia, es joven, pero parece mayor. 

 

Sobre su regazo sujeta una cesta ovalada de mimbre con asa. La cubre con un paño de cuadros que deja al descubierto una barra del pan. Parte un trozo y se lo da a la niña que también se apoya en su regazo. El hombre sigue mirando por la ventanilla, la mujer tiene los ojos fijos en  el suelo, la niña mira a los dos y mordisquea el pan. Al final del trayecto bajan los tres. La mujer echa el cesto a la cabeza,  lo sujeta con una mano y la otra se la da a la niña. Suben por la  cuesta sin hablar. El hombre camina despacio detrás de ellas. Cae la tarde y la  niebla desciende por el monte adelantando la noche.  Aún han de recorrer un largo trecho hasta  llegar a la casa”.

 

Quedé sola en el vagón pegada a mi asiento de madera, las demás personas han bajado y han cruzado  el andén. En la estación se oyó una voz que anunciaba: Ha terminado la visita, los viajeros deben abandonar el tren, se va a cerrar el museo.

 

 

© E. Gómez, noviembre 2014