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El minero y la tierra

Una vida arañando carbón, sorteando el peligro y acumulando polución. Ese fue el sacrificado camino de José hasta la anhelada jubilación. Pero los indiscretos rayos X y un galeno sin rodeos trastocaron el guión. Cambió su mirada, llegaron otros tiempos y de la naturaleza amiga rebrotó la esperanza. Evelia Gómez eleva a lo universal lo que hubiera sido una existencia minera cualquiera. José, no cabe duda, forma parte de nuestra genealogía minera.

  EL MINERO Y LA TIERRA

 

Bien podía empezar como el cuento clásico: Érase una vez…

En un pueblo de la Cuenca Minera Asturiana, vivía José, al que después de muchos años picando carbón en la mina, le llegó la edad de su jubilación.

A pesar del mucho tiempo respirando polvo y gases nocivos, conservaba  el aspecto saludable de un hombre fuerte y curtido. Solo ensombrecía su salud una tos cavernosa que le atacaba por las mañanas, pero que, después de un buen tazón de café, le pasaba sin apenas dejar secuelas, hasta el día siguiente.

Con el deseo de empezar lo mejor posible esta nueva etapa de jubilado, decidió consultar al médico para que dictaminase sobre su salud, ya que aquella tos empezaba a preocuparle.

Era media mañana cuando José emprendió el camino desde su casa, situada a la mitad de  una ladera, hasta la parte baja del pueblo. La niebla ya se iba disipando valle arriba y dejaba entrever la incipiente primavera en las primeras flores de los cerezos y el esplendoroso amarillo de las mimosas. Bajaba José a paso rápido. Nunca caminó despacio. Llevaba puesto el traje azul, reservado para días especiales y una camisa blanca. Llegó al barrio de La Cuadriella, atravesó la plaza y se dirigió al Hospitalillo Minero, situado detrás de la iglesia de Santa Bárbara.

Una puerta entreabierta en la fachada principal daba entrada al vestíbulo. Un conserje le llevó hasta sala de consultas. Allí estaba el médico que al verlo, le mandó pasar. José saludó:

-Buenos días, don Carmelo.

-Buenos días, José. Te esperaba. Pasa y deja en esta percha la chaqueta y la camisa.

Lo colocó tras la pantalla de rayos X, luego lo auscultó, le tomó la tensión, hizo pruebas de esfuerzo… José seguía las indicaciones al pie de la letra. Don Carmelo miraba radiografías y demás análisis. Y anotaba. Una luz tamizada y blanquecina entraba por los ventanales y daba a la estancia el aspecto irreal de un fotograma de cine en blanco y negro.

Don Carmelo tenía ya sobre su mesa las conclusiones de las exploraciones realizadas. Con gesto amable pero con una evidente preocupación, le dijo:

- Siéntate, por favor.

 Tomó asiento José sin apartar sus ojos del médico.

-Te voy a dar mi diagnóstico. ¿Estás dispuesto a escucharlo?

-Sí. Contestó resueltamente y al decirlo se puso en pie. Firme, como el soldado que se cuadra bajo la orden de su capitán.

-Diga lo que me diga, no me alteraré, a nada temo ni nada me da miedo. Estoy hecho a los sobresaltos, a vivir entre amenazas de grisú, de explosiones y derrabes. Mire mis manos rotas, ellas me sacaron de entre los escombros que me cubrieron en más de una ocasión. No me asustarán sus palabras. Porque una palabra no puede producir más dolor que una piedra.

Don Carmelo también se levantó, puso su mano, con gesto compasivo y familiar,  en el hombro del minero y con tono fraternal, le dijo:

-José, tu estado de salud no es bueno. Tienes los pulmones negros. Te quedan unos meses de vida  Como mucho, podrás llegar al año.

No se inmutó José al escuchar la sentencia. Él nunca se engañó con la mina. La mina se cobra con la vida los beneficios que te da. Llegó el momento y él está dispuesto a pagar. Ya lo habían hecho el abuelo, muerto en una explosión de grisú y el padre, que abandonó pronto el pozo por enfermedad. De su mano había empezado a trabajar como guaje minero. Ahora le tocaba a él. Había cumplido bien. Siempre recordaba aquellas palabras: “No seas el primero en salir”. “Saca carbón,  pero mira atrás”. Aquel aprendizaje solidario entre mineros nunca lo olvidó.

Avanzaba el mediodía y la niebla ya había despejado completamente la montaña.  Subía a casa por el mismo camino que antes recorría con la cesta de la comida vacía. Ahora llevaba la chaqueta doblada sobre el brazo. Sus pasos, se volvían más lentos, más pesados, como si los pies no obedecieran a la decisión y fortaleza de su ánimo. Tal vez habían acusado el golpe.

Se sentó en un murete a la orilla del camino. Quiso abatirse cuando pensó en su condición de minero enfermo al que ya solo le quedaba esperar la  muerte. Ahora tenía fecha fija. Pensó en aquellas mulas moribundas que, cuando ya no servían para trabajar en el interior del pozo minero, eran abandonadas en el campo para ser pasto de buitres.

Pero ¡No! Él todavía se sentía fuerte, tenía vida y debería seguir con ella. ¿O debería empezar ya  a dejarse morir desde hoy mismo, desde ahora mismo?  ¡No! se repetía una y otra vez. En su buena memoria lectora, recordaba como Sancho dice a don Quijote en su lecho de muerte: “No se muera  vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más.”

Al dejar atrás la última curva, divisó su casa. Aceleró el paso y mientras se acercaba, saludó a la mujer que estaba sentada a la puerta, bajo el corredor. Ya frente a ella, le apretó las manos, la ayudó a ponerse en pie con sus dos bastones. Entraron en la cocina que estaba a ras de suelo, en la planta baja. Comieron en silencio. José recogió y fregó los platos. Luego sentó a la mujer en la misma silla de brazos y cubrió sus piernas con una manta.

Él subió a la galería de cristales del primer piso. Se sentó en la mecedora que desde siempre había estado allí. Se balanceó levemente con los ojos cerrados. Parecía dormitar, pero no. Algo se removía en su interior. ¡No me daré por vencido hasta sentir el último aliento! Se levantó con brío y apoyó con firmeza  sus manos en el alfeizar de la ventana abierta. Respiró hondo una bocanada de aire fresco primaveral. Una ligera brisa movía las ramas de una mimosa  que esparcía por el aire briznas de oro y un fuerte olor dulzón. Miró al fondo del valle y vio la fuerza del arbolado, de aquel bosque de castaños, robles, hayas, abedules...con toda une gama de verdes y ocres. Parecían estar allí desde siempre. Aquella masa vegetal era eterna.  Un castillete ponía su impronta  minera en aquel paisaje natural.  Los prados que rodeaban la casa, tan verdes, ahora blanqueaban de margaritas. Cerezos silvestres y ciruelos florecían en blanco y rosa. Contempló las onduladas líneas de montañas que en el lejano horizonte se perdían entre el gris azulado del cielo.

Por un instante  aquella naturaleza se le reveló como una explosión de vida. La tierra era la que sostenía aquel poderío vegetal. Él conocía muy bien sus entrañas, donde habitaba el oscuro mineral, pero a cielo abierto, la tierra era otra cosa. Se le mostraba en todo su esplendor. Y pensó que debería conocerla, saber sus leyes y cómo tratarla. Eso hacían los labradores.  Esa idea empezaba a inquietarle.

Había un huerto delante de la casa, abandonado desde que Carmen empezó a padecer la grave enfermedad de los huesos. Allí seguía la cabaña de madera donde se guardaban azadas, palas, rastrillos, tijeras de podar, guadañas, carretillas y un sinfín de aperos que allí dormían olvidados. Uno a uno los fue examinando y limpiando la herrumbre de los años. Se veía como don Quijote preparando las armas para la batalla.  Una batalla que había de ganar al tiempo y a la tierra.

Era el tiempo de empezar las cosas. ¡Empezar!, eso era lo importante, “aunque no se sepa cuando acabarán” Eso nadie lo sabe. Nadie puede saber lo que pasará en el próximo minuto.  Para José todo se volvía presente. “Aquí y ahora. Ese será mi lema”.

Limpió de maleza el huerto, arrancó zarzas y malas hierbas. Cavó, rastrilló, hizo surcos. La tierra se mostraba benigna, nada parecido a la dureza del carbón.

Preparó las semillas y plantas que deberían cosecharse a lo largo de un año, su año: lechugas, tomates, cebollas, zanahorias, patatas, habas blancas… Colocó tutores, abonó, regó, salló. Cuidaba con esmero y mimaba aquellos seres vegetales. El huerto se llenó de vida. Nada le apartaba de él. Esas plantas vivas y frágiles respondían a sus cuidados, crecían, daban fruto y le acompañaban en su misma trayectoria vital. Inmerso en la naturaleza, quiso encontrar en ella la armonía, la convivencia  y las razones que impulsan el vivir de cada ser natural. Y él se sentía uno de ellos. Uno más.

No daba tregua al esfuerzo que suponía tener fructificando el huerto. Dejó de utilizar las palabras “mes” o “año”.  Solo “tiempo”: el tiempo de sembrar las patatas, el tiempo de recoger los tomates, el tiempo de trasplantar las verduras. El tiempo -se atrevió -  de plantar los manzanos, los ciruelos, hasta una higuera colocó en una esquina, muy cerca de la casa. La tierra respondía y alentaba a aquellos seres vegetales. Aquel impulso de la naturaleza, aquella fuerza  lo llevaba en volandas. Presente era la siembra de primavera.  Presente, el de la cosecha de otoño. El tiempo era un continuo. Su tiempo era siempre su presente. Ahora, la tierra a cielo abierto era benigna. No lo había abandonado y lo ayudaba en esta batalla que había emprendido contra las circunstancias adversas de un diagnóstico. Y él no estaba acabado.

Desde la galería contempló el huerto. Los cerezos y los manzanos florecían agradecidos. Hasta un joven nogal mostraba sus brotes verdes como una promesa de futuro. De esperanza

                                               

  “Porque el hombre no está hecho para la derrota.

                Un hombre puede ser  destruido, pero no derrotado."

                                                          (Hemingway “El viejo y el mar”)  

 

© Evelia Gómez,  Julio 2023