Herramientas Personales

Cambiar a contenido. | Saltar a navegación

Navegación

Navegación
Menu de navigation
Usted está aquí: Inicio / Historia / Autores / Carlos Vega Zapico / Navidad : ¡dulce Navidad!
Acciones de Documento

Navidad : ¡dulce Navidad!

¿Añoranza? ¿Nostalgia? ¿Recuerdos, buenos y malos? ¿Paraíso perdido de la infancia? …¡Quién sabe! Con su “Dulce Navidad”, Carlos Vega rescata y desempolva las múltiples facetas de unas fiestas que cada familia ajusta a la medida de sus sueños y de sus posibilidades. Unos resquicios mentales en los que encajan nuestras propias remembranzas.

Recuerdos a media tarde

Carlos Vega Zapico

 

Navidad: ¡dulce navidad!

 

Hubo un tiempo, aunque no lo parezca, que la celebración de las tradicionales fiestas de Navidad era  diferente. La llegada de “nuestra” Navidad comenzaba con el reparto, por parte del cartero, de innumerables tarjetas postales que se intercambiaban los miembros de la familia y amistades. Siempre, supongo que sería la costumbre, reflejaban motivos navideños o paisajes nevados e incluso de las que podían llegar del “extranjero” nos atraía con cierta brillantina que las hacía un tanto diferente. De paso, Benito, el cartero, dejaba en casa su petición de aguinaldo en forma de tarjetón que extraía de su valija de cuero que siempre llevaba sobre el hombro en espera de que en los próximos días le fuese entregada la correspondiente propina por sus servicios. Era célebre aquella frase que circulaba de boca en boca: “a perrina y a perrina, hizo Benito la su casina”. Eran tiempos en que el correo era casi la única forma de comunicación. Luego, con el tiempo, llegó el teléfono -vía centralita de La Veguina- y ya las felicitaciones fueron haciéndose por este medio a la vez que desapareció aquel aguinaldo al cartero que repartía la correspondencia navideña.

Venía luego el ritual de “les casadielles”. Martillo en mano partíamos, sobre una tabla, una a una las nueces a emplear en la elaboración del dulce. Ni que decir tiene que cuando salía alguna nuez un tanto “gorda” nos la comíamos en vez de depositarla en el recipiente correspondiente. Eso desesperaba a mi madre que protestaba una y otra vez sin que tuviera mucho éxito. Llegaba después el molerlas en aquel artilugio que se colocaba sobre el borde de la gruesa piedra de mármol y cuyo contenido, ya molido se depositaba en una fuente donde el engrudo se mezclaba con azúcar y recibía un pequeño chorro de anís que proporcionaba a la cocina un olor característico. Había que guardar en sitio seguro aquella mezcla ante el acecho de tanto demandante clandestino. Al día siguiente se producían los siguientes pasos: se esparcía la masa, se rellenaba con el engrudo, se cerraba y llegaba la tarea infantil de  cerrar los laterales plisándolos con un tenedor. Luego a la sartén y esperar la hora de ser devoradas. La operación había que repetirla varias veces pues era casi seguro que no llegasen todos a la cena del día 24., la noche más importante del año.  Y a la par, aquella monótona música del canto de la lotería que hacían los niños de san Ildefonso y que se escuchaba a través de los aparatos de radio. Era -y sigue siendo- una de las bandas sonoras de nuestra Navidad. Nunca tocaba, como mucho alguna pedrea pero, año tras año se escuchaba siempre la misma frase de consuelo entre el vecindario: “haiga salud”, después de la pertinente comprobación en aquella enorme hoja llena de números con todos los premios que al día siguiente publicaba la prensa y que se agotaba al poco tiempo de ponerse a la venta. Era el consuelo que nos quedaba.

No faltaba en casa tiempo para poner “El Belén”. Aquellas viejas figuras de barro se empleaban un año  tras otro hasta que ya, casi desgastadas de tanto usarlas, se renovaban para año tras año ocupar su espacio en la esquina del salón-comedor.

Era trabajo familiar y no fácil de realizar pues solía haber discusiones familiares sobre dónde colocar el castillo de Herodes o cómo darle al río apariencia de transparencia. La empresa no resultaba fácil. Luego había que limpiar el serrín con el que se había marcado los caminos y que aparecía esparcido por toda la casa. Recuerdo aquel maravilloso Belén que se montó un año en un aula del colegio La Salle. Su autor el Hno. Julio del que con el transcurso del tiempo fui compañero de profesión en el mismo centro. Era enorme, pero sobre todo contaba con una peculiaridad que nunca volví a encontrar. Un monaguillo, vestido con manto de color rojo y capelina forrada de blanco depositaba a los pies del Niño Jesús la moneda que previamente le habías depositado sobre sus manos a unos metros de distancia gracias a la tecnología y el buen hacer del Hno. Julio. Nunca olvidaré aquella imagen en que el paisaje oscurecía de manera lenta para, pasados unos segundos recibir la claridad del día. Quizás por ser la primera vez que observaba tal fenómeno me quedó grabada de forma inolvidable. Eran también muy bonito el que se colocaba a manera de escenas independientes en el entonces Frente de Juventudes, hoy edificio que regenta Plataforma Juvenil. Las figuras resultaban espectaculares con un refinado juego de luces. Con el tiempo, como el anterior pasó a mejor vida y a formar parte de los recuerdos como también los que pasados algunos años se hicieron en mejoras del valle y el la Asociación de Antiguos Alumnos de la Salle.  El último de los belenes monumentales que recuerdo en Turón estuvo en el Ateneo bajo el título de “Belén Minero”. Una auténtica obra de arte construidas todas sus piezas en carbón. Se intentó repetirlo cada año para deleite de los niños pero una concejala socialista fue tajante en su decisión: “en sitios públicos municipales no se pueden poner belenes religiosos”. Al año siguiente, se colocó en dependencias municipales del Mieres capitalino.

Las celebraciones de los días grandes eran eminentemente familiares. Todos en torno a una misma mesa compartíamos la sopa, el pollo o el conejo sin que nunca faltaran los dulces y los turrones. Después, llagaba el canto de villancicos al son de la pandereta y de la botella de anís, instrumento musical indispensable en toda celebración festiva recurriendo siempre a las interminables partidas del parchís y La Oca, aquel juego con el que muchos aprendimos a contar por aquello de “de oca en oca y tiro porque me toca ó de puente a puente  porque me lleva la corriente”… Poco necesitábamos para entretenernos durante horas hasta bien entrada la madrugada. Luego a la cama. Así año tras años hasta que la edad permitía acudir al cotillón de la Pista “La Cubana”. Uno comenzaba a volar.

La festividad navideña concluía con lo que desde hace muchos años denomino “el día del restallón. Nos levantábamos muy temprano después de una noche de auténticos nervios por saber el resultado de nuestras peticiones. Ya a las nueve de la mañana la calle era un verdadero parque en el que el ruido de aquellos rollos de restallones que usaban las pistolas lo inundaba todo. No mucho más tarde había cola en el comercio donde los vendían porque habíamos agotado nuestras reservas. Una peseta dos rollos que venían en una pequeña caja de color rojo. A partir de esos primeros momentos en que cada uno enseñaba, con cierto orgullo los regalos recibidos, todo pasaba a ser de todos en verdadero acto comunitario de intercambio de juguetes mientras otros se entretenían jugando a la “pirindola” los desgastados cartones del tren, las ya escasas bolas del “güá” olos cromos que solían acompañar a las duras onzas de chocolate. Había que probarlos todos y compararlos con los propios. ¡Cuántos ratos perdidos pasábamos delante de aquellos escaparates del Bazar donde Tina y Maruja no descansaban de envolver los regalos que luego recibíamos! Nunca se borrará de mi memoria aquella llamada telefónica al 223 que recibí en una noche mágica después de la cabalgata. Al otro lado del aparato telefónico nada menos que uno de los Reyes Magos  -Baltasar- que conocía todas mis peticiones y me anunciaba que alguna de ellas no podrían hacerse realidad. Creo que fue una de las noches en que mi mente estuvo más en blanco que nunca, ¡por si acaso!.

La noche sigue siendo mágica y debe seguir siéndolo. Ya güelu  sigo poniendo el vaso de agua junto a la zapatilla, al lado de la ventana y contándole a mi nieta esas historias que nos contaban nuestros padres. Los dos en la cama y hablando muy bajo, procuramos cerrar los ojos cuando antes de dormirnos escuchamos algún ruido que pudiera distraer a los mágicos visitantes. Hoy las cosas han cambiado, Sus Majestades ya no llegan a lomos de aquellos enormes caballos con un séquito de cierta importancia y tono de seriedad. Hemos de conformarnos con una carroza y la desinteresada colaboración de algunas personas que tratan de dar colorido a la cabalgata real. A los pajes acompañantes les faltan manos para llevar la antorcha, ir “güasapeando” y todavía saludar a familiares y conocidos mientras recogen algún que otro caramelo del suelo. La Veguina ya no vive aquellas tardes/noches en que era imposible dar un paso de tanta aglomeración de gente a la espera de la real comitiva. Ya no hay carbón, ya no hay trabajo, ya no queda gente y esa es la realidad con la que tenemos que acostumbrarnos a vivir aunque nos cueste.

La alegría que se vive en la mañana del día 6  de enero, con los nervios de quien no acierta a abrir aquel montón de regalos que se apiñan esparcidos por toda la casa, vuelven a transportarme a aquellos años de inocencia infantil. Y, como siempre, cansados por el reparto de tanto regalo, Sus Majestades han bebido y comido lo que les hemos dejado bajo la ventana. Es bien pasada la mañana cuando logras ver algún niño con el juguete de moda. Los Hatchimals, la Brazt, las Monster High o los Stikbot han venido a sustituir a los Juegos Reunidos, a las pistolas del Oeste, al Cinexin y a los mismísimos restallones. Y es que los tiempos, como decía aquel personaje de don Hilarión  en la conocida zarzuela  La verbena de la Paloma: “cambian que es una barbaridad”. Ya no leemos en papel impreso, lo hacemos con e-book; ya no pagamos con dinero, lo hacemos a través del plástico de la tarjeta; ya no caminamos, empleamos el Hoverboard; ya no hablamos, mandamos un WhatsApp. Ya dudo de que el futuro sea nuestro. Pese a todo, recuerdo con nostalgia y cariño aquellas otras navidades en que disfrazados, los güajes recorríamos Vistalegre, La Crucina y El Follerón cantando villancicos a toque de palo y bote en busca del aguinaldo. No había ni perrina ni perrona, la recompensa no de jaba de ser alguna casadiella y una onza del duro e impartible chocolate que nos sabía a verdadera delicia. La Navidad ha llegado a su fin, tan sólo queda dar buena cuenta de ese “Roscón de Reyes” que las manos artesanas de Julio fabrican en la Gloria  -y nunca mejor dicho-, luego esperar a que pasen otros 365 días para repetir vivencias y recuerdos. No caben dudas, eran otros tiempos. Ni peores ni mejores, simplemente, diferentes.

© Carlos Vega Zapico, Valle del Turón, enero de 2017