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Mi primer pretendiente

¿Quién no escribió un poema...y quién a los 15 años...?, cantaba Mari Trini. Como ella, todos algún día hemos sido poetas, humildes y frustrados, porque pocas palabras podían reflejar lo que realmente sentíamos. Con el paso del tiempo la chispa del recuerdo surge de vez en cuando, porque no todo es olvido. Asomándose y mezclándose con este tributo tan sentido de Araceli resuenan todos los latidos lejanos del primer amor... El de cada uno, el de la vida.

Mi primer pretendiente


Mi primera profesora, la señorita Betsabé, pensó que sería una buena idea que sin haber llegado todavía a la edad de mi escolarización, y dada la proximidad de la escuela a mi casa, mi madre me comenzara a llevar de vez en cuando al lugar en el que discurrirían los primeros años de mi vida, hasta cursar, qué tiempos aquellos, 5º de EGB. Es evidente que no tengo recuerdo alguno de aquellas primeras visitas, pero sin embargo puedo ver con absoluta claridad a mi señorita Betsabé, incluso a su marido, y su casa en Vistalegre. El trayecto hacia la escuela era muy corto, discurría porVentana-001.jpgla cuesta del parque y una vez llegados a éste solamente había que cruzarlo para llegar, traspasar la portilla y entrar en aquellas pequeñas escuelas, pequeñas hoy, de aquella me imagino que ante mis ojos se aparecerían como auténticos rascacielos.

En aquellos primeros años de colegio tuve también, como diría mi madre, mi primer pretendiente, Juan Manuel. Vivía en los Barracones y al igual que yo había nacido en diciembre, él el día de los Santos Inocentes. Por aquel entonces mis padres me habían comprado una maleta de color marrón enorme para ir al colegio y ante la insistencia de mienamorado por darme un beso a la salida de clase, momento que se convertía en la expectación de nuestros amigos, ni corta ni perezosa la entamaba a “maletazos” con quien tenía el atrevimiento de intentar robarme un beso, fíjate tú, en aquellos tiempos y con aquellas edades. Corriendo llegaba a mi casa y se lo contaba a mi padre, el cual utilizaba una expresión muy curiosa pero que he olvidado, pero en todo caso animándome a avisar a aquel niños de que si no cesaba en su empeño se las vería con él; de este modo mi padre quitaba hierro al asunto mientras me engañaba, y yo me quedaba tan tranquila.

Los sábados por la tarde tocaba catecismo, íbamos a la iglesia de La Felguera, y después de comer Juan Manuel se ponía debajo de mi ventana, la que daba a la cuesta del parque y comenzaba a llamarme a gritos para que bajara y subir juntos. Incluso llegó a marcar en uno de los bancos de la iglesia nuestros nombres con un corazón, no sé si todavía estarán aquellos viejos bancos o habrán sido sustituidos por otros, pero sé que años después pude volver a ver aquella muestra de amor, que siempre vemos como típica, en un árbol, en un papel, pero que sin embargo nunca nadie más sino él ha vuelto a hacerme.

Mis recuerdos de Juan Manuel se rompen ahí, en aquellos años y vuelven a aparecer en los meses de un verano en el que yo iba a la playa a Gijón y volví a verlo corriendo por la orilla junto con su sobrino, guapísimo, como siempre había sido, antes un niño, ahora ya casi un hombre.

Una mañana estando en casa me llegó la noticia de su muerte, como un mazazo, con unos años en los que todavía una no se ha acostumbrado al dolor porque casi no ha existido, con una edad en la que ciertas palabras se hacen casi imposibles de pronunciar. Mi primer pretendiente, mi amigo, me hizo en su día el honor de querer robarme un beso, y yo con todo el cariño, esté donde esté, quiero dedicarle esta pequeña hogarada.

Araceli Zapico, Oviedo, marzo de 2012